/ jueves 18 de enero de 2024

Tiempo sin tiempo: prolegómenos para una soledad anticipada

Literatura y filosofía


Parece una aporía, un problema gratuito, algo que no tiene solución. ¿Cómo puede haber tiempo sin tiempo? ¿No es acaso el tiempo el ser (el ser) que se extiende a través del movimiento? Me refiero a ese, aunque difuso, insistente ser-siendo que advertimos cuando lo pronunciamos. En ese sentido —me parece— debemos reconocer que la palabra <tiempo> es más que el tiempo mismo.

Pero, ¿qué significa ser más? No se trata —desde luego— más en un sentido material, pues ni el tiempo ni la palabra son entidades corpóreas; tampoco se le puede colegir desde la posibilidad de ser más como concepto, ya que éste (el concepto) puede modificarse de acuerdo a la perspectiva, o bien, a las necesidades de reconsideración analítica.

La idea de <más>, entonces, es algo que se reconoce en tanto puede ser en un estado de despliegue, es decir, desde —precisamente— la idea de ser-siendo. Como este año que comienza, hoy es más porque estamos siendo: cada instante es un más de lo que fue porque puede extenderse; la aporía, en todo caso, es que su ser en el tiempo agota la misma posibilidad de estar en él y desde él. De este modo, el año es al momento que deja de ser a cada instante.

No hay posibilidad de ser sin dejar de ser. Parménides brincaría de gusto si fuera un ser inmóvil, eterno, absoluto. Heráclito, en cambio, sonríe a la distancia al advertir que el río en el que nos movemos no desaparece nuestro propio ser-de-río. Un río en otro río, un tiempo en otro tiempo, un no-tiempo en otro no-tiempo. De eso se trata el tiempo, el año, el instante… la vida misma.

Hoy, a unos cuantos días de haber comenzado el año, estamos tan cerca del final como no lo habíamos estado ayer. La distancia se acorta en la medida que se extiende al ser-tiempo. De ahí la paradoja (no sólo aporía) que nos lleva (me lleva) a la idea de no ser. un no-ser que no puede dejar de enunciarse en la desintegración de la materia fantasmagóricamente temporal.

De lo anterior colijo que mi soledad no es sino una forma de ser como consecuencia de reconocerme en tiempo en el que sólo estoy yo: nadie puede vivir (ni decir plenamente) mi tiempo ni mi des-tiempo. En cada momento de mi(s) momento(s) la soledad me es infinitamente particular.

Lo mismo sucede en el caso de quien no soy yo. Cada ser es un asunto particular, sobre todo cuando de soledad se trata. En cada ser la realidad transmuta en ires y venires existenciales, formas multidimensionales que denotan y connotan formas de ser en el tiempo. De hecho, cada tiempo es una forma de ser-tiempo. Cada ser humano asume su propia temporalidad en la medida en que se da cuenta, o no, de su propia existencia-discursiva. Así, de la discursividad del sujeto, se colige la inmersión de las horas en los días y noches en que se despliega el ser.

El camino, sin embargo, no está trazado de antemano. Cada sujeto traza o no su propio camino. A veces —y esto sucede con mucha frecuencia— no traza nada, sólo se adhiere al camino de otros que van a su lado. De este modo la temporalidad le es rayana a su propia posibilidad de dejar de ser.

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La palabra, sin embargo, es un salvavidas. Cada enunciación, consciente o no, puede ser el medio para extender la soledad o para acortarla. El problema es que cuando se dice lo que no se sabe, es decir, cuando se repiten clichés, modismo, se corre el riesgo de existir desde los demás, un vivir siendo-vivido por los demás… aunque éstos (cualesquiera que sean) no sepan que desde su discurso viven no sólo sus vidas, sino también las de los demás. ¿Qué tiempo, pues, es el que hay que seguir? ¿Cuál para ser uno solo con y desde su propia soledad?

No hay mucho de donde escoger, todos estamos en los prolegómenos de nuestra propia soledad anticipada. Hablar o callar tienen el mismo efecto. Vivir o morir conducen, al final, al mismo olvido. La realidad se diluye una y otra vez en la palabra que la enuncia; sin embargo, esto no elimina la realidad en sí, la que vemos, la que tocamos, de la que estamos ciertos. Esto quizá sea —al final de cuentas— la única posibilidad: comprender que la realidad no sólo es, sino que, al estar siendo, somos nosotros mismos quienes nos diluimos en un tiempo que nos descubre como seres materialmente imaginativos. Al final, el tiempo sin tiempo no es sino la realidad en la que nos movemos, incluso cuando estamos quietos, inmóviles, en un sueño solitario al que llamamos vida.



Parece una aporía, un problema gratuito, algo que no tiene solución. ¿Cómo puede haber tiempo sin tiempo? ¿No es acaso el tiempo el ser (el ser) que se extiende a través del movimiento? Me refiero a ese, aunque difuso, insistente ser-siendo que advertimos cuando lo pronunciamos. En ese sentido —me parece— debemos reconocer que la palabra <tiempo> es más que el tiempo mismo.

Pero, ¿qué significa ser más? No se trata —desde luego— más en un sentido material, pues ni el tiempo ni la palabra son entidades corpóreas; tampoco se le puede colegir desde la posibilidad de ser más como concepto, ya que éste (el concepto) puede modificarse de acuerdo a la perspectiva, o bien, a las necesidades de reconsideración analítica.

La idea de <más>, entonces, es algo que se reconoce en tanto puede ser en un estado de despliegue, es decir, desde —precisamente— la idea de ser-siendo. Como este año que comienza, hoy es más porque estamos siendo: cada instante es un más de lo que fue porque puede extenderse; la aporía, en todo caso, es que su ser en el tiempo agota la misma posibilidad de estar en él y desde él. De este modo, el año es al momento que deja de ser a cada instante.

No hay posibilidad de ser sin dejar de ser. Parménides brincaría de gusto si fuera un ser inmóvil, eterno, absoluto. Heráclito, en cambio, sonríe a la distancia al advertir que el río en el que nos movemos no desaparece nuestro propio ser-de-río. Un río en otro río, un tiempo en otro tiempo, un no-tiempo en otro no-tiempo. De eso se trata el tiempo, el año, el instante… la vida misma.

Hoy, a unos cuantos días de haber comenzado el año, estamos tan cerca del final como no lo habíamos estado ayer. La distancia se acorta en la medida que se extiende al ser-tiempo. De ahí la paradoja (no sólo aporía) que nos lleva (me lleva) a la idea de no ser. un no-ser que no puede dejar de enunciarse en la desintegración de la materia fantasmagóricamente temporal.

De lo anterior colijo que mi soledad no es sino una forma de ser como consecuencia de reconocerme en tiempo en el que sólo estoy yo: nadie puede vivir (ni decir plenamente) mi tiempo ni mi des-tiempo. En cada momento de mi(s) momento(s) la soledad me es infinitamente particular.

Lo mismo sucede en el caso de quien no soy yo. Cada ser es un asunto particular, sobre todo cuando de soledad se trata. En cada ser la realidad transmuta en ires y venires existenciales, formas multidimensionales que denotan y connotan formas de ser en el tiempo. De hecho, cada tiempo es una forma de ser-tiempo. Cada ser humano asume su propia temporalidad en la medida en que se da cuenta, o no, de su propia existencia-discursiva. Así, de la discursividad del sujeto, se colige la inmersión de las horas en los días y noches en que se despliega el ser.

El camino, sin embargo, no está trazado de antemano. Cada sujeto traza o no su propio camino. A veces —y esto sucede con mucha frecuencia— no traza nada, sólo se adhiere al camino de otros que van a su lado. De este modo la temporalidad le es rayana a su propia posibilidad de dejar de ser.

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La palabra, sin embargo, es un salvavidas. Cada enunciación, consciente o no, puede ser el medio para extender la soledad o para acortarla. El problema es que cuando se dice lo que no se sabe, es decir, cuando se repiten clichés, modismo, se corre el riesgo de existir desde los demás, un vivir siendo-vivido por los demás… aunque éstos (cualesquiera que sean) no sepan que desde su discurso viven no sólo sus vidas, sino también las de los demás. ¿Qué tiempo, pues, es el que hay que seguir? ¿Cuál para ser uno solo con y desde su propia soledad?

No hay mucho de donde escoger, todos estamos en los prolegómenos de nuestra propia soledad anticipada. Hablar o callar tienen el mismo efecto. Vivir o morir conducen, al final, al mismo olvido. La realidad se diluye una y otra vez en la palabra que la enuncia; sin embargo, esto no elimina la realidad en sí, la que vemos, la que tocamos, de la que estamos ciertos. Esto quizá sea —al final de cuentas— la única posibilidad: comprender que la realidad no sólo es, sino que, al estar siendo, somos nosotros mismos quienes nos diluimos en un tiempo que nos descubre como seres materialmente imaginativos. Al final, el tiempo sin tiempo no es sino la realidad en la que nos movemos, incluso cuando estamos quietos, inmóviles, en un sueño solitario al que llamamos vida.


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