/ lunes 16 de julio de 2018

Lombriz y túnel: fugas para seguir leyendo

No tengo ojos, sólo instinto lector; pero es un instinto cognitivo pobre. Apenas si alcanzo a distinguir la raíz de la idea que descubro en el papel escrito. Aun así, no dejo de cavar túneles entre las letras infinitas; con ellos rodeo mi cuerpo ciego e imagino que soy fragmento de pequeñas voces de luz. Aunque no avanzo mucho, las paredes se me vuelven silencios que se extienden en mi imaginación de lombriz.

No sé cuánto he cavado. Hay pasillos que me confunden, me hacen pensar que ya antes había estado ahí. Pareciera que en algún momento de mi vida ya había leído esa frase, que esta o aquella palabra ya había sido mía, que ese silencio había pernoctado en mis entrañas; sin embargo, cuando avanzo más, encuentro que el túnel es distinto. Me doy cuenta que por más que el túnel sea el mismo, termina siendo otro. Heráclito también se aplica en los túneles de las lombrices.

Mi sustancia de lombriz de tierra no termina; aun y cuando pretenda ser alas de murciélago: la oscuridad no siempre es compatible. No me queda más que recorrer mis propios túneles: realidad-de-lombriz-de-realidad. Ser sin difusidad de idea, para mantener una pizca de esencia material que me permita no perder el sentido de mi existencia.

Estoy a merced de mis propios esfuerzos. Ser lector es sustancia personal. Imbrico entonces la lógica difusa en mis sentidos para aparecer como una variable más. Comprendo, así, la exactitud desde el principio antrópico: si veo este mundo subterráneo de letras, es porque soy parte de dicho mundo. Y es que éste es un principio-vital-lector. Sin él no sólo no existe el mundo subterráneo del texto, sino tampoco el pretexto lector que hace del texto un postexto. Soy —entonces— este que soy al leer. El texto no me es ajeno. Simbiosis lectora que hace sustancia de papel en ciernes.

No importa que no siga un patrón preestablecido: es indiferente que cave en cualquier dirección, que haga fragmentos en el fragmento, que arriba me sea abajo y que la derecha no tenga por qué ser una posición exacta. Las líneas crecen y decrecen conforme mi piel se arrastra por el papel leído. La realidad está siendo a través de mi lectura. La palabra me permite —en ese sentido— la posibilidad de ser desde otros mundos. Ser y no-ser para aparecer en la intuición | muto en lo que leo |. Túnel-infinito-túnel de voz en grama.

Huelo la humedad de las letras, siento la textura de los puntos suspensivos entre las palabras de Derrida, fundiéndose en Prometeo y sus dolores. El buitre no para de comer sus entrañas, entrañas que se vuelven fragmentos en deconstrucción derridiana. Lo oblicuo del túnel se vuelve entonces línea recta para caer al abismo de la unidireccionalidad.

Imagino, a golpe de insistencia des-fragmentaria, la frase exigua, la endeble, la que casi nadie ve. Entonces me comprendo desde la palabra «ser». Su brevedad apofática me vuelve a la realidad. No hay semanticidad que no termine en la extinción. La explosión hace implosión en quien la ve-lee.

No soy águila para volar, ni afirmación absoluta para traspasar imperativos categóricos, sólo soy-en-gris. Me reconozco como pequeño lector que escribe, para ser —precisamente— desde esa palabra que escribe. Para poder ver mi rostro de papel escrito. Los túneles no son sino una forma de ser-siendo. Aunque casi siempre termino reencontrándome con mis pasos de palabras idas.

Acepto que no soy de todos los libros, ni de todas las ideas. Y aunque he volado en túneles infinitos no he salido nunca del subsuelo de la imaginación. Querétaro es mi Edén y tumba en vida. Sé que terminaré con un rostro olvidado, incluso por mí. Ni siquiera la cantera podrá salvarme. Estoy a punto de no ser. La extinción me espera en forma de silencio impreso.

Mientras tanto, no me queda más que imaginar la raíz de este papel que leo. Por eso sigo cavando túneles en él. Sigo haciendo orillas en el centro de la página, y desde el centro observo mi cuerpo como margen de una imaginación sin empastar.

Algo ha rozado mi cuerpo. No sé qué es. Puede ser una palabra desconocida, o un silencio cotidiano, quizá sea sólo una coma o unos puntos suspensivos que tratan de llamar mi atención. Puede ser cualquier cosa, incluso la ausencia de una idea que busca una forma de no-ausencia en mí. Pero yo no me detengo. Nada me impide seguir cavando túneles. Después de todo, sé que no hay límites para la circunscripción de ideas.

Cavo. Cavo. El túnel puede llevarme a más de un silencio inseguro. De hecho sé que la duda es mi asidero. De ahí que las raíces de las palaras me sean aleatoriamente esenciales. Witgensttein preguntó alguna vez si nuestro lenguaje está completo. Yo, desde esta obscuridad, alzo mi voz de lombriz y contesto: ¡no hay lenguaje sin túnel! De ello colijo que ningún lenguaje está completo, siempre existe la posibilidad de movimiento. En tanto la palabra exista, el lenguaje será eterno. Ser (o estar) casi diluido, casi obscuro, no es pretexto para no seguir cavando. La palabra está ahí, en algún lugar. Sólo es cuestión de buscarla.

No tengo ojos, sólo instinto lector; pero es un instinto cognitivo pobre. Apenas si alcanzo a distinguir la raíz de la idea que descubro en el papel escrito. Aun así, no dejo de cavar túneles entre las letras infinitas; con ellos rodeo mi cuerpo ciego e imagino que soy fragmento de pequeñas voces de luz. Aunque no avanzo mucho, las paredes se me vuelven silencios que se extienden en mi imaginación de lombriz.

No sé cuánto he cavado. Hay pasillos que me confunden, me hacen pensar que ya antes había estado ahí. Pareciera que en algún momento de mi vida ya había leído esa frase, que esta o aquella palabra ya había sido mía, que ese silencio había pernoctado en mis entrañas; sin embargo, cuando avanzo más, encuentro que el túnel es distinto. Me doy cuenta que por más que el túnel sea el mismo, termina siendo otro. Heráclito también se aplica en los túneles de las lombrices.

Mi sustancia de lombriz de tierra no termina; aun y cuando pretenda ser alas de murciélago: la oscuridad no siempre es compatible. No me queda más que recorrer mis propios túneles: realidad-de-lombriz-de-realidad. Ser sin difusidad de idea, para mantener una pizca de esencia material que me permita no perder el sentido de mi existencia.

Estoy a merced de mis propios esfuerzos. Ser lector es sustancia personal. Imbrico entonces la lógica difusa en mis sentidos para aparecer como una variable más. Comprendo, así, la exactitud desde el principio antrópico: si veo este mundo subterráneo de letras, es porque soy parte de dicho mundo. Y es que éste es un principio-vital-lector. Sin él no sólo no existe el mundo subterráneo del texto, sino tampoco el pretexto lector que hace del texto un postexto. Soy —entonces— este que soy al leer. El texto no me es ajeno. Simbiosis lectora que hace sustancia de papel en ciernes.

No importa que no siga un patrón preestablecido: es indiferente que cave en cualquier dirección, que haga fragmentos en el fragmento, que arriba me sea abajo y que la derecha no tenga por qué ser una posición exacta. Las líneas crecen y decrecen conforme mi piel se arrastra por el papel leído. La realidad está siendo a través de mi lectura. La palabra me permite —en ese sentido— la posibilidad de ser desde otros mundos. Ser y no-ser para aparecer en la intuición | muto en lo que leo |. Túnel-infinito-túnel de voz en grama.

Huelo la humedad de las letras, siento la textura de los puntos suspensivos entre las palabras de Derrida, fundiéndose en Prometeo y sus dolores. El buitre no para de comer sus entrañas, entrañas que se vuelven fragmentos en deconstrucción derridiana. Lo oblicuo del túnel se vuelve entonces línea recta para caer al abismo de la unidireccionalidad.

Imagino, a golpe de insistencia des-fragmentaria, la frase exigua, la endeble, la que casi nadie ve. Entonces me comprendo desde la palabra «ser». Su brevedad apofática me vuelve a la realidad. No hay semanticidad que no termine en la extinción. La explosión hace implosión en quien la ve-lee.

No soy águila para volar, ni afirmación absoluta para traspasar imperativos categóricos, sólo soy-en-gris. Me reconozco como pequeño lector que escribe, para ser —precisamente— desde esa palabra que escribe. Para poder ver mi rostro de papel escrito. Los túneles no son sino una forma de ser-siendo. Aunque casi siempre termino reencontrándome con mis pasos de palabras idas.

Acepto que no soy de todos los libros, ni de todas las ideas. Y aunque he volado en túneles infinitos no he salido nunca del subsuelo de la imaginación. Querétaro es mi Edén y tumba en vida. Sé que terminaré con un rostro olvidado, incluso por mí. Ni siquiera la cantera podrá salvarme. Estoy a punto de no ser. La extinción me espera en forma de silencio impreso.

Mientras tanto, no me queda más que imaginar la raíz de este papel que leo. Por eso sigo cavando túneles en él. Sigo haciendo orillas en el centro de la página, y desde el centro observo mi cuerpo como margen de una imaginación sin empastar.

Algo ha rozado mi cuerpo. No sé qué es. Puede ser una palabra desconocida, o un silencio cotidiano, quizá sea sólo una coma o unos puntos suspensivos que tratan de llamar mi atención. Puede ser cualquier cosa, incluso la ausencia de una idea que busca una forma de no-ausencia en mí. Pero yo no me detengo. Nada me impide seguir cavando túneles. Después de todo, sé que no hay límites para la circunscripción de ideas.

Cavo. Cavo. El túnel puede llevarme a más de un silencio inseguro. De hecho sé que la duda es mi asidero. De ahí que las raíces de las palaras me sean aleatoriamente esenciales. Witgensttein preguntó alguna vez si nuestro lenguaje está completo. Yo, desde esta obscuridad, alzo mi voz de lombriz y contesto: ¡no hay lenguaje sin túnel! De ello colijo que ningún lenguaje está completo, siempre existe la posibilidad de movimiento. En tanto la palabra exista, el lenguaje será eterno. Ser (o estar) casi diluido, casi obscuro, no es pretexto para no seguir cavando. La palabra está ahí, en algún lugar. Sólo es cuestión de buscarla.

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