/ jueves 21 de enero de 2021

No me gustó la película de Cuarón

Punto al que lo lea

Debo confesarlo: la película Roma no me gustó para nada. Sé que esta declaración llega fuera de tiempo, cuando un cúmulo de preseas internacionales le han sido entregadas a Cuarón y las redes sociales han debatido intensamente acerca de las capacidades histriónicas de la protagonista del filme; pero, justamente porque la trifulca ya no está tan encendida, he podido madurar mis vituperios en contra de ese melodrama preciosista, confeccionado bajo las normas estéticas de Netflix. Además, hace un par de días, me topé con una película brasileña maravillosa titulada (en español) Una segunda madre, que habla del mismo tema que Roma, pero de una forma inteligente y cáustica, alejada de las perspectivas tendenciosas que tantos adeptos le granjearon a Cuarón. El descubrimiento de esa historia excepcional, dirigida por Anna Muylaert me ha insuflado valentía para poner sobre la mesa un tema ya masticado y digerido por millones de espectadores.

Bien, pues, para empezar el año afilando la perspectiva crítica, procedo a desmenuzar comparativamente ambas películas.

Al momento de concebir una historia, un dramaturgo, novelista, cuentista, guionista o director debe considerar, como parte fundamental de la estructura de su obra, el punto de vista desde el cual quiere contar esa historia. En la novelística, por ejemplo, existen diferentes tipos de narradores; uno de ellos es el omnisciente, que, como su nombre lo indica, sabe todo acerca del universo ficcional al que pertenece. Pero, a pesar de su omnisciencia, debe cederle la palabra a los personajes para que estos se muestren ante nosotros como seres humanos verosímiles. Cada personaje debe tener una voz propia. Ahora bien, el lector-espectador se compenetrará más con algunos de los personajes y mirará la historia a través de la óptica de estos. A esto se le llama “punto de vista”. Si el autor de una novela obliga a los personajes a someterse a una visión totalizadora, entonces se achata por completo el conflicto y lo único que percibimos es el discurso moralizante y didáctico de un creador tirano que se camufla detrás de un narrador y se cree más importante que sus personajes. Eso mismo ocurre en el teatro, cuando todos hablan de una misma manera y sus comportamientos son previsibles y prototípicos. Pensemos en una posible trama ramplona: una pobrecita jovencita, que es un genio de la astrofísica, no puede estudiar porque su malvado padre no cree en la inteligencia femenina; ella, después de aventarse un monólogo lacrimógeno, se suicida frente al vejete infeliz y lo obliga a percatarse de su error.

Si la jovencita de esta obra teatral hipotética es una víctima de las circunstancias y no muestra ningún rasgo de carácter distinguible, la historia se basará en el “efecto telenovela” y conmoverá a la audiencia tramposamente. Es decir, si contamos la historia como un melodrama barato, los espectadores verán sólo “las injusticias misóginas del mundo” y no la confrontación particular de dos fuerzas antagónicas que, en circunstancias específicas, nos permite reflexionar acerca de nuestras propias vidas. Lo particular se vuelve universal gracias a la fuerza de dos puntos de vista opuestos, no debido a la visión moral del autor de la pieza

Seres complejos y humanizados

En el cine vemos muchas tramas ramplonas similares a la anteriormente descrita: una indígena trabaja en una casa burguesa, se embaraza, pierde al bebé, es abandonada por el galán charlatán, cría a los hijos de su patrona, pero nunca es tratada con dignidad.

Si la pobrecita jovencita que es un genio de la astrofísica o la indígena que trabaja como empleada doméstica no muestran sus respectivos puntos de vista, se les está arrebatando la posibilidad de humanizarse y presentarse como seres complejos. Sin contradicciones, errores, deseos personales y particularidades, se les arrebata la voz y se les convierte en estereotipos. Eso es lo que ocurre en Roma. Ningún personaje es entrañable ni complejo, todos ellos están supeditados a una trama predecible y anodina que demuestra lo que ya sabemos: que vivimos en un país racista. ¿Qué más ocurre en la película? ¿Qué historia personal es la que detona una reflexión nueva sobre esta situación? ¿Qué es lo que hace al personaje de Yalitza memorable o especial? En mi opinión, nada. Cleo no tiene voz, no tiene punto de vista, se le ha arrebatado la dignidad dentro de la ficción. Y esta me parece una actitud despreciativa por parte de Cuarón, quien utiliza a su intérprete como un títere ornamental, en lugar de indagar a profundidad en las motivaciones del personaje que ella encarna, en sus ideas, en su mirada. Después de que se exhibió Roma, envuelta en la parafernalia mediática, convirtieron a Yalitza Aparicio en una especie de Dolores del Río contemporánea. Hollywood pagó parte de la cuota culposa que lleva arrastrando desde hace décadas. La inclusión está de moda, así que la vistieron glamurosamente, la blanquearon para mostrarla en las portadas de revistas banales, la sentaron en medio de hombres güeros, guapotes y musculosos. Le arrebataron su identidad de maestra indígena, de mexicana perteneciente a la facción de los olvidados, de actriz principiante. Y nadie podía decir nada, porque cualquier comentario acerca de sus limitaciones interpretativas era considerado como un insulto racista. Los gringos estaban usando a una mujer indígena para apuntalar el “American Dream” y, en lugar de indignarnos, aplaudimos el hecho de que ella “alcanzara” esa “codiciada meta”. De esa manera se avaló una idea repugnante: lo mejor que puede pasarle a un mexicano es ser famoso, vestirse con ropa cara y ser reconocido por los gringos.

Foto: Cortesía | Caramel Films

Una segunda madre

Por otro lado, en las antípodas de Roma, está Una segunda madre, una película que se basa en actuaciones poderosísimas, en una historia sutil brillantemente resuelta y en un conflicto original que se despliega a partir de la desigualdad social. Val, la protagonista, lleva años trabajando en la casa de una familia acomodada. Ha criado, desde que era muy pequeño, a Fabinho, el hijo de “los patrones”. Para poder ganar dinero en Sao Paulo, Val ha debido tomar la difícil decisión de dejar a su propia hija con una amiga, quien se ha encargado de cuidarla y, a su vez, criarla en un pueblo muy lejano. Cuando Jessica, la hija de Val, decide estudiar una carrera universitaria en Sao Paulo, le pide a su madre que la reciba, llevan diez años sin verse. Val se alegra indeciblemente y pide permiso para alojar, en su diminuto cuarto y durante un brevísimo tiempo, a Jessica. Sólo será mientras encuentran un lugar dónde quedarse. Los patrones acceden amablemente, pero, al poco tiempo de que Jessica llega a la casa, se generan tensiones relacionadas con la superioridad de clase que ostenta la madre de Fabinho. Se hacen patentes ciertos usos y costumbres latinoamericanos que conminan a las empleadas domésticas (y a su descendencia) a ser sumisas y serviles. Jessica demuestra, con su sola presencia, lo absurdo que resulta el que existan ciudadanos de segunda y de primera clase. Es la relación entre los personajes lo que genera la tensión, no una situación estereotipada y melodramática. Aquí no hay víctimas, pues, gracias a Jessica, Val se percata de que ella misma ha sido cómplice de un sistema opresor. Ha agachado la cabeza y ha acatado las reglas durante diez años sin cuestionar nada. No hay grandilocuencia hollywoodense ni heroicidad, hay emociones humanas, hay personas (personajes), hay lenguaje corporal, hay una propuesta visual que no busca encuadres “bonitos” como los de Roma, sino un verdadero discurso que ubica al espectador dentro de la cocina, para que pueda mirar, a través de un estrecho umbral, el mundo de los ricos. Jessica transita de un lado a otro, rompe la barrera invisible que separa a los jefes de los empleados y, de esa manera, demuestra que el problema está instaurado en la psique de cada persona que conforma las sociedades latinoamericanas, herederas del colonialismo y la jerarquía monárquica. Las cadenas están en nuestra mente y, por ello, parecen indestructibles.

No quiero contar la historia completa, prefiero que ustedes, queridos lectores, comparen ambas películas. Una segunda madre está disponible en la página de libre acceso Cine Lumiere (https://cineartelumiere.com.ar/pelicula/una-segunda-madre/?fbclid=IwAR0BDWVTx5Y6dvXTuR17LCudWVZbNglOG39b9S8UH8x1ky9kIUdUC4Oojxo).

Otra película extraordinaria que gira en torno a la desigualdad social y al destructivo sistema capitalista es Parásitos, de Bong Joon-ho, ganadora de la Palma de Oro de Cannes y del Oscar a mejor película en el 2019. El ejercicio crítico de analizar comparativamente los tres filmes puede resultar revelador. Lo recomiendo ampliamente.

Hay muchas formas de abordar una misma temática, siempre preferiré aquellas en las que se privilegien las contradicciones humanas en lugar de la moralización didáctica.

Debo confesarlo: la película Roma no me gustó para nada. Sé que esta declaración llega fuera de tiempo, cuando un cúmulo de preseas internacionales le han sido entregadas a Cuarón y las redes sociales han debatido intensamente acerca de las capacidades histriónicas de la protagonista del filme; pero, justamente porque la trifulca ya no está tan encendida, he podido madurar mis vituperios en contra de ese melodrama preciosista, confeccionado bajo las normas estéticas de Netflix. Además, hace un par de días, me topé con una película brasileña maravillosa titulada (en español) Una segunda madre, que habla del mismo tema que Roma, pero de una forma inteligente y cáustica, alejada de las perspectivas tendenciosas que tantos adeptos le granjearon a Cuarón. El descubrimiento de esa historia excepcional, dirigida por Anna Muylaert me ha insuflado valentía para poner sobre la mesa un tema ya masticado y digerido por millones de espectadores.

Bien, pues, para empezar el año afilando la perspectiva crítica, procedo a desmenuzar comparativamente ambas películas.

Al momento de concebir una historia, un dramaturgo, novelista, cuentista, guionista o director debe considerar, como parte fundamental de la estructura de su obra, el punto de vista desde el cual quiere contar esa historia. En la novelística, por ejemplo, existen diferentes tipos de narradores; uno de ellos es el omnisciente, que, como su nombre lo indica, sabe todo acerca del universo ficcional al que pertenece. Pero, a pesar de su omnisciencia, debe cederle la palabra a los personajes para que estos se muestren ante nosotros como seres humanos verosímiles. Cada personaje debe tener una voz propia. Ahora bien, el lector-espectador se compenetrará más con algunos de los personajes y mirará la historia a través de la óptica de estos. A esto se le llama “punto de vista”. Si el autor de una novela obliga a los personajes a someterse a una visión totalizadora, entonces se achata por completo el conflicto y lo único que percibimos es el discurso moralizante y didáctico de un creador tirano que se camufla detrás de un narrador y se cree más importante que sus personajes. Eso mismo ocurre en el teatro, cuando todos hablan de una misma manera y sus comportamientos son previsibles y prototípicos. Pensemos en una posible trama ramplona: una pobrecita jovencita, que es un genio de la astrofísica, no puede estudiar porque su malvado padre no cree en la inteligencia femenina; ella, después de aventarse un monólogo lacrimógeno, se suicida frente al vejete infeliz y lo obliga a percatarse de su error.

Si la jovencita de esta obra teatral hipotética es una víctima de las circunstancias y no muestra ningún rasgo de carácter distinguible, la historia se basará en el “efecto telenovela” y conmoverá a la audiencia tramposamente. Es decir, si contamos la historia como un melodrama barato, los espectadores verán sólo “las injusticias misóginas del mundo” y no la confrontación particular de dos fuerzas antagónicas que, en circunstancias específicas, nos permite reflexionar acerca de nuestras propias vidas. Lo particular se vuelve universal gracias a la fuerza de dos puntos de vista opuestos, no debido a la visión moral del autor de la pieza

Seres complejos y humanizados

En el cine vemos muchas tramas ramplonas similares a la anteriormente descrita: una indígena trabaja en una casa burguesa, se embaraza, pierde al bebé, es abandonada por el galán charlatán, cría a los hijos de su patrona, pero nunca es tratada con dignidad.

Si la pobrecita jovencita que es un genio de la astrofísica o la indígena que trabaja como empleada doméstica no muestran sus respectivos puntos de vista, se les está arrebatando la posibilidad de humanizarse y presentarse como seres complejos. Sin contradicciones, errores, deseos personales y particularidades, se les arrebata la voz y se les convierte en estereotipos. Eso es lo que ocurre en Roma. Ningún personaje es entrañable ni complejo, todos ellos están supeditados a una trama predecible y anodina que demuestra lo que ya sabemos: que vivimos en un país racista. ¿Qué más ocurre en la película? ¿Qué historia personal es la que detona una reflexión nueva sobre esta situación? ¿Qué es lo que hace al personaje de Yalitza memorable o especial? En mi opinión, nada. Cleo no tiene voz, no tiene punto de vista, se le ha arrebatado la dignidad dentro de la ficción. Y esta me parece una actitud despreciativa por parte de Cuarón, quien utiliza a su intérprete como un títere ornamental, en lugar de indagar a profundidad en las motivaciones del personaje que ella encarna, en sus ideas, en su mirada. Después de que se exhibió Roma, envuelta en la parafernalia mediática, convirtieron a Yalitza Aparicio en una especie de Dolores del Río contemporánea. Hollywood pagó parte de la cuota culposa que lleva arrastrando desde hace décadas. La inclusión está de moda, así que la vistieron glamurosamente, la blanquearon para mostrarla en las portadas de revistas banales, la sentaron en medio de hombres güeros, guapotes y musculosos. Le arrebataron su identidad de maestra indígena, de mexicana perteneciente a la facción de los olvidados, de actriz principiante. Y nadie podía decir nada, porque cualquier comentario acerca de sus limitaciones interpretativas era considerado como un insulto racista. Los gringos estaban usando a una mujer indígena para apuntalar el “American Dream” y, en lugar de indignarnos, aplaudimos el hecho de que ella “alcanzara” esa “codiciada meta”. De esa manera se avaló una idea repugnante: lo mejor que puede pasarle a un mexicano es ser famoso, vestirse con ropa cara y ser reconocido por los gringos.

Foto: Cortesía | Caramel Films

Una segunda madre

Por otro lado, en las antípodas de Roma, está Una segunda madre, una película que se basa en actuaciones poderosísimas, en una historia sutil brillantemente resuelta y en un conflicto original que se despliega a partir de la desigualdad social. Val, la protagonista, lleva años trabajando en la casa de una familia acomodada. Ha criado, desde que era muy pequeño, a Fabinho, el hijo de “los patrones”. Para poder ganar dinero en Sao Paulo, Val ha debido tomar la difícil decisión de dejar a su propia hija con una amiga, quien se ha encargado de cuidarla y, a su vez, criarla en un pueblo muy lejano. Cuando Jessica, la hija de Val, decide estudiar una carrera universitaria en Sao Paulo, le pide a su madre que la reciba, llevan diez años sin verse. Val se alegra indeciblemente y pide permiso para alojar, en su diminuto cuarto y durante un brevísimo tiempo, a Jessica. Sólo será mientras encuentran un lugar dónde quedarse. Los patrones acceden amablemente, pero, al poco tiempo de que Jessica llega a la casa, se generan tensiones relacionadas con la superioridad de clase que ostenta la madre de Fabinho. Se hacen patentes ciertos usos y costumbres latinoamericanos que conminan a las empleadas domésticas (y a su descendencia) a ser sumisas y serviles. Jessica demuestra, con su sola presencia, lo absurdo que resulta el que existan ciudadanos de segunda y de primera clase. Es la relación entre los personajes lo que genera la tensión, no una situación estereotipada y melodramática. Aquí no hay víctimas, pues, gracias a Jessica, Val se percata de que ella misma ha sido cómplice de un sistema opresor. Ha agachado la cabeza y ha acatado las reglas durante diez años sin cuestionar nada. No hay grandilocuencia hollywoodense ni heroicidad, hay emociones humanas, hay personas (personajes), hay lenguaje corporal, hay una propuesta visual que no busca encuadres “bonitos” como los de Roma, sino un verdadero discurso que ubica al espectador dentro de la cocina, para que pueda mirar, a través de un estrecho umbral, el mundo de los ricos. Jessica transita de un lado a otro, rompe la barrera invisible que separa a los jefes de los empleados y, de esa manera, demuestra que el problema está instaurado en la psique de cada persona que conforma las sociedades latinoamericanas, herederas del colonialismo y la jerarquía monárquica. Las cadenas están en nuestra mente y, por ello, parecen indestructibles.

No quiero contar la historia completa, prefiero que ustedes, queridos lectores, comparen ambas películas. Una segunda madre está disponible en la página de libre acceso Cine Lumiere (https://cineartelumiere.com.ar/pelicula/una-segunda-madre/?fbclid=IwAR0BDWVTx5Y6dvXTuR17LCudWVZbNglOG39b9S8UH8x1ky9kIUdUC4Oojxo).

Otra película extraordinaria que gira en torno a la desigualdad social y al destructivo sistema capitalista es Parásitos, de Bong Joon-ho, ganadora de la Palma de Oro de Cannes y del Oscar a mejor película en el 2019. El ejercicio crítico de analizar comparativamente los tres filmes puede resultar revelador. Lo recomiendo ampliamente.

Hay muchas formas de abordar una misma temática, siempre preferiré aquellas en las que se privilegien las contradicciones humanas en lugar de la moralización didáctica.

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