/ domingo 15 de marzo de 2020

El Cronista Sanjuanense

Arquitectura de la hacienda


Las haciendas disponían de edificios de gran monumentalidad, en ocasio­nes auténticos palacios, que respondían a verdaderas y poderosas factorías. En la mayoría de los casos la hacienda aparece también vinculada a unas pocas posesiones y caseríos de excepcional extensión, sin relacionarse con la casa del hacendado. Gran parte de las haciendas manifiestan una complejidad y exuberancia arquitectónica poco corriente.

En señorío logran destacarse hasta el punto de imprimir a los conjuntos un sello especial, acompañándose de capillas, hermosos jardines y otros elemen­tos. Al núcleo residencial de la propiedad se añadían viviendas de trabajadores y dependencias de labor que abarcaban desde bodegas, graneros, caballerizas y pajares, organizados en torno a patios domésticos y de labor. En el núcleo que conforman los distintos edificios de una hacien­da, encontramos tres grupos bien definidos de construcciones, en un plano claramente jerarquizado: la casa del hacendado o “casa grande”, con materiales de mayor calidad (piedra, cantera, tezontle, adobe, mármol), con torres contrapeso, remates elaborados, torres mirador, capillas, espadañas o magníficas porta­das, etc. En general, estos edificios siguen el estilo o corriente artística más acreditada en el momento de su construcción, por eso los hay de diferentes estilos.

Los materiales usados para las construcciones eran, en su mayoría, de la zona: piedra bolón para los cimientos; barro y paja para elaborar los adobes; madera para la­brar vigas, dinteles, canes y sopandas, y también para montar las puertas y ventanas. Con arcilla de cierta calidad se fabricaban las tejas y los ladrillos del piso. El polvillo y la cal recubren finalmente el adobe. Desde una óptica conceptual y material, se trata pues de arquitectura de carácter popular y re­gional.

El segundo grupo lo conforman las viviendas de administradores y personal fijo, trojes y tina­cales, se situaban junto con algunas construcciones de carácter auxiliar de tipo fabril en torno al patio principal, al que se accede desde un portón ex­terior usualmente rematado por un escudo u hornacina decorada, y que funcionaba como distribuidor. Suelen ser construcciones en tapial o ladri­llo, con verdugadas en algunos lugares, esquinazos de mampostería y todo encalado. Las cubiertas solían ser a dos aguas, rematadas a veces en las fachadas del portón.

El tercer grupo está integrado por construcciones agrícolas y estancias para jornaleros y peo­nes, incluido el comedor colectivo, que normalmente se disponían en torno a un segundo patio, posterior, relacionado con el principal, pero con acceso directo desde el exterior, por la zona de caballerizas y corrales. Se construían en tapial y de forma más sencilla que el resto del conjunto. Era frecuente que el área ocupada por los mismos se delimitara mediante una tapia peri­metral, en la que se abría un portón con zaguán para controlar las entradas y salidas. A este conjunto se le denomina “casco de la hacienda”.

Las haciendas mexicanas solían disponer de una casa señorial, llamada usualmente “casco”, dispuesta en forma de cuadro, L o U, alrededor del patio; edificios arquitectó­nicamente muy relevantes, de buen tamaño, de una o dos plantas y cuidada ornamentación, incluyendo jardines y otros elementos vinculados al lujo. Disponen también de otras edificaciones auxiliares: las calpanerías, trojes o almacenes de grano y semillas; las eras, situadas usualmente junto a la troje, normalmente delimitadas por un murete; los macheros (para los animales de tiro) y esta­blos para el ganado, en forma de cobertizo que daba a un patio secundario; los tinacales, edificios destinados a la producción de pulque; además de los edificios administrativos y la ya citada capilla.

Hacia 1650 se levantan los primeros muros de casas patronales. En es­tas unidades, convivían cientos de personas bajo la tutela de sus dueños, in­cluyendo empleados, capataces, inquilinos, afuerinos e incluso esclavos. Es entre 1750 y 1900, cuando las casas adquieren prestancia y se convierten en verdaderos conjuntos arquitectónicos.

Arquitectura de la hacienda


Las haciendas disponían de edificios de gran monumentalidad, en ocasio­nes auténticos palacios, que respondían a verdaderas y poderosas factorías. En la mayoría de los casos la hacienda aparece también vinculada a unas pocas posesiones y caseríos de excepcional extensión, sin relacionarse con la casa del hacendado. Gran parte de las haciendas manifiestan una complejidad y exuberancia arquitectónica poco corriente.

En señorío logran destacarse hasta el punto de imprimir a los conjuntos un sello especial, acompañándose de capillas, hermosos jardines y otros elemen­tos. Al núcleo residencial de la propiedad se añadían viviendas de trabajadores y dependencias de labor que abarcaban desde bodegas, graneros, caballerizas y pajares, organizados en torno a patios domésticos y de labor. En el núcleo que conforman los distintos edificios de una hacien­da, encontramos tres grupos bien definidos de construcciones, en un plano claramente jerarquizado: la casa del hacendado o “casa grande”, con materiales de mayor calidad (piedra, cantera, tezontle, adobe, mármol), con torres contrapeso, remates elaborados, torres mirador, capillas, espadañas o magníficas porta­das, etc. En general, estos edificios siguen el estilo o corriente artística más acreditada en el momento de su construcción, por eso los hay de diferentes estilos.

Los materiales usados para las construcciones eran, en su mayoría, de la zona: piedra bolón para los cimientos; barro y paja para elaborar los adobes; madera para la­brar vigas, dinteles, canes y sopandas, y también para montar las puertas y ventanas. Con arcilla de cierta calidad se fabricaban las tejas y los ladrillos del piso. El polvillo y la cal recubren finalmente el adobe. Desde una óptica conceptual y material, se trata pues de arquitectura de carácter popular y re­gional.

El segundo grupo lo conforman las viviendas de administradores y personal fijo, trojes y tina­cales, se situaban junto con algunas construcciones de carácter auxiliar de tipo fabril en torno al patio principal, al que se accede desde un portón ex­terior usualmente rematado por un escudo u hornacina decorada, y que funcionaba como distribuidor. Suelen ser construcciones en tapial o ladri­llo, con verdugadas en algunos lugares, esquinazos de mampostería y todo encalado. Las cubiertas solían ser a dos aguas, rematadas a veces en las fachadas del portón.

El tercer grupo está integrado por construcciones agrícolas y estancias para jornaleros y peo­nes, incluido el comedor colectivo, que normalmente se disponían en torno a un segundo patio, posterior, relacionado con el principal, pero con acceso directo desde el exterior, por la zona de caballerizas y corrales. Se construían en tapial y de forma más sencilla que el resto del conjunto. Era frecuente que el área ocupada por los mismos se delimitara mediante una tapia peri­metral, en la que se abría un portón con zaguán para controlar las entradas y salidas. A este conjunto se le denomina “casco de la hacienda”.

Las haciendas mexicanas solían disponer de una casa señorial, llamada usualmente “casco”, dispuesta en forma de cuadro, L o U, alrededor del patio; edificios arquitectó­nicamente muy relevantes, de buen tamaño, de una o dos plantas y cuidada ornamentación, incluyendo jardines y otros elementos vinculados al lujo. Disponen también de otras edificaciones auxiliares: las calpanerías, trojes o almacenes de grano y semillas; las eras, situadas usualmente junto a la troje, normalmente delimitadas por un murete; los macheros (para los animales de tiro) y esta­blos para el ganado, en forma de cobertizo que daba a un patio secundario; los tinacales, edificios destinados a la producción de pulque; además de los edificios administrativos y la ya citada capilla.

Hacia 1650 se levantan los primeros muros de casas patronales. En es­tas unidades, convivían cientos de personas bajo la tutela de sus dueños, in­cluyendo empleados, capataces, inquilinos, afuerinos e incluso esclavos. Es entre 1750 y 1900, cuando las casas adquieren prestancia y se convierten en verdaderos conjuntos arquitectónicos.