/ martes 6 de noviembre de 2018

Hombre-lobo en el papel

Leer es cuestión de vida o muerte… lectora.

El texto está en penumbra. Las sombras se yuxtaponen, sus texturas forman múltiples pliegues escriturísticos. | Ditirambo y sensación en azul diluido. | Hay imágenes que deambulan entre vaivenes inciertas de voz y tiento. | De nuevo ditirambo. | Así se ramifican y conforman figuras fantasmagóricas que dilatan y enturbian miradas subyugadas, opresión de palabras en papel escrito: piélago de luz para una licantropía en sepia. | Reflejo de luna. | Posibilidad de ser |

Y mientras el texto se vuelve urdimbre gramatológico, el ulular de los búhos tensa los hilos que no alcanza a tejer por completo la tarde que muere. Este es el estado del texto cuando el hombre-lobo se acerca a leerlo. El olor a muerte crece. Sensación de incertidumbre. Estatua y miedo para guardar silencio a través de un grito ahogado de palabra-casi-luz.

Razonamiento animal para aullar en noches de lectura. | Huida y cacería. |

Las tinieblas impiden seguir una sola idea. Todo se pierde en la oscuridad. Más de una intención confunde las posibilidades de recordar e imaginar seres fantásticos. Un caos se apodera de la realidad escrutaría. Leer y ser-hombre-lobo implica constantes desasosiegos existenciales.

Leer —sin embargo— no es pretexto para dejar de escribir, antes bien es motivación. Intuición que dilata cualquier análisis gramatológico del ser a través de su propia palabra. En el papel todo puede suceder. Los licántropos recorren de tinta la tinta del papel en el papel: bifurcación doble. | Espejo in situ |.

En todo caso leer, en noches de lobo, detona el genus (linaje) del texto. Imbricación necesaria para abrir la idea; la apariencia no es necesariamente fáctica. El silencio surge de la voz que caza o es cazada. Al final ambos ceden a la tentación de la muerte del texto: así se abren fantasmas con nuevas intenciones escriturísticas.

Pero para ello es necesario hacer aprehensión de las ideas y su impacto. Hay que empezar por las letras: hay que sentirlas antes de leerlas. Olfatear su rastro. Medir su miedo. Seguir sus huellas. Mirar el halo de su huida. Recrear la intención del cazador. Saber que leer es inmisericorde; que no hay piedad ante un texto que se ha rendido a nuestra intención lectora. A la presa hay que devorarla. Roerla hasta en sus últimos huesos. Que no quede nada ante la vista. Que sólo la muerte del texto sea real.

La lectura de la sangre derramada al leer incita más al hombre-lobo-lector. Su intención queda como huella escriturística tomada. Nada lo detiene, ni siquiera el último gemido de la palabra «ser» que daba sentido al texto. ¿Qué queda después de un ataque de lobo que lee? | Ansiedad como sed ancilar | Silencio, casi silencio. |

La incertidumbre es punta de lanza que hiere. Así, si clarus (claro) deriva de cælum (cielo), qué se puede esperar de una noche de luna, en donde lo difuso extiende su manto para la comprensión de la primera idea-escrita. Tómese en cuenta que ir y venir entre las líneas no agota la intención primigenia. Tampoco la diversidad del ataque modifica el acto final: leer es leer para sí.

El texto se desgarra al hacer su aprehensión no unívoca. Diversidad e interpretación contextual que hace aparecer un texto in crescendo. Así de nihil que es nada (ni-hilum) surge nequam que no es nada. Es decir, la idea queda sepultada (de sepultus), sin pulso, sin movimiento. La palabra modifica entonces su esencia, su forma de ser tomada por el lector. Nada queda intacto: en el lobo la letra recobra su sentido.

Muerte de «sí» para vida del «otro».

El lobo es venator (cazador) porque ha cazado al venado (venatio), el que es cazado. Fiera y presa han unido sus destinos. Han tejido en intríngulis las posibilidades de su existencia gramatológica. En todo caso los dos (texto y lector) se han convertido en ántropos. Ambos miran hacia arriba: han dejado de ver solamente el horizonte que los ataba a una supervivencia venial: leer sólo para sobrevivir.

Un arriba se ha posesionado de sus primeras intenciones. Cuando el «fiat»: hágase la luz, la oscuridad tomó de la mano a la luz (desde entonces no la ha soltado).

La oscuridad ha cobrado un halo de luz; sin embargo su mirada no deja de ser oscura (igual que la noche que los envuelve). Nadie puede ver el centro del «ser». “El ser humano es capaz de ver a los ojos, en cambio El Eterno observa el corazón” (1 Sam: 16, 7). Por eso nunca se posee del todo al texto que es ser-de-voz. Siempre queda alguna reminiscencia de la intención no descubierta. Fuga de ser es siendo.

Leer en noches de lobo es invitación a ser presa o cazador. O mejor: ser ambos, porque de la lectura la escritura ha de ser cosa natural. En todo caso de lo que no se puede escapar es —precisamente— de convertirse en polvo de letras escritas, se lean o no se lean.


Leer es cuestión de vida o muerte… lectora.

El texto está en penumbra. Las sombras se yuxtaponen, sus texturas forman múltiples pliegues escriturísticos. | Ditirambo y sensación en azul diluido. | Hay imágenes que deambulan entre vaivenes inciertas de voz y tiento. | De nuevo ditirambo. | Así se ramifican y conforman figuras fantasmagóricas que dilatan y enturbian miradas subyugadas, opresión de palabras en papel escrito: piélago de luz para una licantropía en sepia. | Reflejo de luna. | Posibilidad de ser |

Y mientras el texto se vuelve urdimbre gramatológico, el ulular de los búhos tensa los hilos que no alcanza a tejer por completo la tarde que muere. Este es el estado del texto cuando el hombre-lobo se acerca a leerlo. El olor a muerte crece. Sensación de incertidumbre. Estatua y miedo para guardar silencio a través de un grito ahogado de palabra-casi-luz.

Razonamiento animal para aullar en noches de lectura. | Huida y cacería. |

Las tinieblas impiden seguir una sola idea. Todo se pierde en la oscuridad. Más de una intención confunde las posibilidades de recordar e imaginar seres fantásticos. Un caos se apodera de la realidad escrutaría. Leer y ser-hombre-lobo implica constantes desasosiegos existenciales.

Leer —sin embargo— no es pretexto para dejar de escribir, antes bien es motivación. Intuición que dilata cualquier análisis gramatológico del ser a través de su propia palabra. En el papel todo puede suceder. Los licántropos recorren de tinta la tinta del papel en el papel: bifurcación doble. | Espejo in situ |.

En todo caso leer, en noches de lobo, detona el genus (linaje) del texto. Imbricación necesaria para abrir la idea; la apariencia no es necesariamente fáctica. El silencio surge de la voz que caza o es cazada. Al final ambos ceden a la tentación de la muerte del texto: así se abren fantasmas con nuevas intenciones escriturísticas.

Pero para ello es necesario hacer aprehensión de las ideas y su impacto. Hay que empezar por las letras: hay que sentirlas antes de leerlas. Olfatear su rastro. Medir su miedo. Seguir sus huellas. Mirar el halo de su huida. Recrear la intención del cazador. Saber que leer es inmisericorde; que no hay piedad ante un texto que se ha rendido a nuestra intención lectora. A la presa hay que devorarla. Roerla hasta en sus últimos huesos. Que no quede nada ante la vista. Que sólo la muerte del texto sea real.

La lectura de la sangre derramada al leer incita más al hombre-lobo-lector. Su intención queda como huella escriturística tomada. Nada lo detiene, ni siquiera el último gemido de la palabra «ser» que daba sentido al texto. ¿Qué queda después de un ataque de lobo que lee? | Ansiedad como sed ancilar | Silencio, casi silencio. |

La incertidumbre es punta de lanza que hiere. Así, si clarus (claro) deriva de cælum (cielo), qué se puede esperar de una noche de luna, en donde lo difuso extiende su manto para la comprensión de la primera idea-escrita. Tómese en cuenta que ir y venir entre las líneas no agota la intención primigenia. Tampoco la diversidad del ataque modifica el acto final: leer es leer para sí.

El texto se desgarra al hacer su aprehensión no unívoca. Diversidad e interpretación contextual que hace aparecer un texto in crescendo. Así de nihil que es nada (ni-hilum) surge nequam que no es nada. Es decir, la idea queda sepultada (de sepultus), sin pulso, sin movimiento. La palabra modifica entonces su esencia, su forma de ser tomada por el lector. Nada queda intacto: en el lobo la letra recobra su sentido.

Muerte de «sí» para vida del «otro».

El lobo es venator (cazador) porque ha cazado al venado (venatio), el que es cazado. Fiera y presa han unido sus destinos. Han tejido en intríngulis las posibilidades de su existencia gramatológica. En todo caso los dos (texto y lector) se han convertido en ántropos. Ambos miran hacia arriba: han dejado de ver solamente el horizonte que los ataba a una supervivencia venial: leer sólo para sobrevivir.

Un arriba se ha posesionado de sus primeras intenciones. Cuando el «fiat»: hágase la luz, la oscuridad tomó de la mano a la luz (desde entonces no la ha soltado).

La oscuridad ha cobrado un halo de luz; sin embargo su mirada no deja de ser oscura (igual que la noche que los envuelve). Nadie puede ver el centro del «ser». “El ser humano es capaz de ver a los ojos, en cambio El Eterno observa el corazón” (1 Sam: 16, 7). Por eso nunca se posee del todo al texto que es ser-de-voz. Siempre queda alguna reminiscencia de la intención no descubierta. Fuga de ser es siendo.

Leer en noches de lobo es invitación a ser presa o cazador. O mejor: ser ambos, porque de la lectura la escritura ha de ser cosa natural. En todo caso de lo que no se puede escapar es —precisamente— de convertirse en polvo de letras escritas, se lean o no se lean.


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