/ jueves 11 de agosto de 2022

Leer y escribir hacen tiempo

Literatura y filosofía

La escritura requiere de tiempo, aunque no siempre claro ni preciso, en mayor o menor medida, al fin tiempo; sin embargo, la tinta con la que se escribe, a pesar de ser materia, se diluye en el pensamiento atemporal de la imaginación. Así, del texto al tiempo sólo hay un paso: la lectura. Sin ella, no existe materia ni pensamiento. Esta realidad, sin embargo, se diluye en un ir y venir constante de ser-lector.

Surge así una interminable retrospectiva: escribo para leer, leo para escribir. En este sentido, lo escrito y leído es imagen de lo que puede ser, de lo que hace raíz en el viento (viento que equivale a mar) de las imágenes. Todo esto me lleva a pensar en la ínclita tránsfuga que implica modificar la circunstancia escrituraria. ¿Hay salvación en la escritura? ¿Puede crearse tiempo a través del texto? Respondo que sí, sí en ambos casos.

Por una parte, la escritura salva de la realidad ingente que avasalla los pasos del pensamiento; orienta la inmarcesible difusidad de la materia (tinta y referencia). No se limita a decir sin sangre, sin huesos, sin el rostro que nos hace ser; antes bien insufla en la arcilla de la voz inerte, da vida al lector que se reconoce ávido de nuevas voces. En fin, abre las puertas a un ser-siendo que lee para ser-ontológicamente-lector. Nótese: ser desde la lectura. Sin embargo, sin la escritura la lectura se vuelve etérea: permanece sólo mientras el ser la recuerda o dice. Sin ese fragmento de realidad discursiva, el texto no tiene sentido, no existe. Al menos se diluye en fragmentos que terminan por ser más imaginación que realidad.

Por otra parte, debo subrayar que el texto, escrito y leído, es creador de tiempo de diversas maneras: lo hace al aherrojar la imagen escriturística en ditirambos dinámicos: las letras en movimiento hacen espacio y ser. Así, al leer, el texto se vuelve ave de mil alas que emprende el vuelo una y otra vez. Hace tiempo no sólo en quien lee, como producto de lo que leyó, sino en el pensamiento que se vuelve hacia un ser de voz propia (projectio | echar hacia adelante): la meta es llegar al inicio, al punto de partida del ser a través de la lectura.

En este sentido, el tiempo y la palabra devienen en una misma acción. La particular difusidad que los distingue como entes, no determina ni agota el impacto que tienen en el escritor y el lector. De hecho, hay una constante intercomunicación entre ellos al momento de abrir la realidad discursiva al papel discursante: lo etéreo tiene pies de tinta, huellas de distintas miradas. Insisto: la meta está dentro del ser, en el quid (qué) que hace quis (quien).

Incluso antes de la materia, con la expresa posibilidad de que no hubiera habido tiempo, aún así, la palabra puede anteponerse al surgimiento de la materia (Big Bang) y formularse, es decir, posicionarse, en un tiempo sin tiempo, en un tiempo antes del tiempo. Puede volverse pregunta que inquiere por lo que había antes del todo (este todo en el que vivimos). Esto es una forma de hacer tiempo. No hay, pues, texto ni lectura sin tiempo, pero tampoco palabras escritas y leídas que no hagan tiempo.

Escribir implica desconfigurar parte de la realidad para volverla gramo de luz, tiempo (tempus, temporis) es momento de ser en ser: ocasión —a veces difusa— de ser-siendo. A partir de esta aseveración surge una constante de proporcionalidad escriturística: no hay más que dividir las magnitudes, en este caso los párrafos que conforman un texto, para obtener el mismo resultado: la suma de letras hace tiempo de ser.

Pero volvamos al gramo de luz. Nótese que no afirmo más que un gramo, es decir, una pequeñísima parte —casi invisible— del texto. Eso es en su conjunto y en cada una de sus partes. Ínfimas gotas de ser que, en conjunto, devienen en ser in crescendo. Así, el gramo de luz germina en otro gramo de luz; o lo que es lo mismo: la gota de ser escrita deviene en ser, que es gotas de ser de voz. Y esta luz, este ser, no es más que la afirmación en el tiempo desde la escritura y la lectura.

Al respecto piénsese, por ejemplo, en una frase que nos hizo mella al leer. Un pequeño aforismo (o texto aforístico) que sentó sus reales en parte de nuestra memoria. Su temporalidad no sucumbió en la página que lo contenía, tampoco en la mente que lo elucubró. Su ser se abrió paso por los corredores de nuestro pensamiento, caminó hasta acomodarse en algunos momentos de nuestros recuerdos; después, quizá a pasos no del todo seguros, abrió una ventana o quizá una puerta por donde apareció inopinadamente en nuestro discurso, en nuestra voz. Entonces, al contacto de la luz, ese momento se hizo mil momentos para alumbrar nuestra conciencia. Así, el tiempo se hizo (se vuelve) al contacto de la voz escrita que dejó de ser solo tinta para volverse posibilidad, sugerencia, invitación, provocación. Provocación que mueve el ser hacia su propio ser… pero de manera introspectiva. En otras palabras: el texto hace tiempo en el pensamiento del lector.

En suma: no hay sólo un tiempo —digamos físico— que agote toda la realidad. El texto, la palabra, la lectura, son formas de tiempo en el ser que lee. Es por ello que quien escribe o lee puede incursionar en otras formas de tiempo y ser. Su mismidad se abre a una constante e inconclusa manera de ser.

De ahí que leer permita abrir y proyectar al ser. Hay que tener en cuenta que su efecto desfragmenta —incluso— al mismo tiempo. Ora lo visibiliza, ora lo obnubila, posicionándolo siempre como obra abierta, al estilo de Galatea y Polifemo (de Luis de Góngora), en donde la descripción juega parte de la narración y ésta de aquella. No hay una intención moralizante, sólo un texto que clama en el desierto por una nueva voz que no deje de proyectarlo. Lo mismo sucede con el tiempo en el texto, catapulta de ser.

La escritura requiere de tiempo, aunque no siempre claro ni preciso, en mayor o menor medida, al fin tiempo; sin embargo, la tinta con la que se escribe, a pesar de ser materia, se diluye en el pensamiento atemporal de la imaginación. Así, del texto al tiempo sólo hay un paso: la lectura. Sin ella, no existe materia ni pensamiento. Esta realidad, sin embargo, se diluye en un ir y venir constante de ser-lector.

Surge así una interminable retrospectiva: escribo para leer, leo para escribir. En este sentido, lo escrito y leído es imagen de lo que puede ser, de lo que hace raíz en el viento (viento que equivale a mar) de las imágenes. Todo esto me lleva a pensar en la ínclita tránsfuga que implica modificar la circunstancia escrituraria. ¿Hay salvación en la escritura? ¿Puede crearse tiempo a través del texto? Respondo que sí, sí en ambos casos.

Por una parte, la escritura salva de la realidad ingente que avasalla los pasos del pensamiento; orienta la inmarcesible difusidad de la materia (tinta y referencia). No se limita a decir sin sangre, sin huesos, sin el rostro que nos hace ser; antes bien insufla en la arcilla de la voz inerte, da vida al lector que se reconoce ávido de nuevas voces. En fin, abre las puertas a un ser-siendo que lee para ser-ontológicamente-lector. Nótese: ser desde la lectura. Sin embargo, sin la escritura la lectura se vuelve etérea: permanece sólo mientras el ser la recuerda o dice. Sin ese fragmento de realidad discursiva, el texto no tiene sentido, no existe. Al menos se diluye en fragmentos que terminan por ser más imaginación que realidad.

Por otra parte, debo subrayar que el texto, escrito y leído, es creador de tiempo de diversas maneras: lo hace al aherrojar la imagen escriturística en ditirambos dinámicos: las letras en movimiento hacen espacio y ser. Así, al leer, el texto se vuelve ave de mil alas que emprende el vuelo una y otra vez. Hace tiempo no sólo en quien lee, como producto de lo que leyó, sino en el pensamiento que se vuelve hacia un ser de voz propia (projectio | echar hacia adelante): la meta es llegar al inicio, al punto de partida del ser a través de la lectura.

En este sentido, el tiempo y la palabra devienen en una misma acción. La particular difusidad que los distingue como entes, no determina ni agota el impacto que tienen en el escritor y el lector. De hecho, hay una constante intercomunicación entre ellos al momento de abrir la realidad discursiva al papel discursante: lo etéreo tiene pies de tinta, huellas de distintas miradas. Insisto: la meta está dentro del ser, en el quid (qué) que hace quis (quien).

Incluso antes de la materia, con la expresa posibilidad de que no hubiera habido tiempo, aún así, la palabra puede anteponerse al surgimiento de la materia (Big Bang) y formularse, es decir, posicionarse, en un tiempo sin tiempo, en un tiempo antes del tiempo. Puede volverse pregunta que inquiere por lo que había antes del todo (este todo en el que vivimos). Esto es una forma de hacer tiempo. No hay, pues, texto ni lectura sin tiempo, pero tampoco palabras escritas y leídas que no hagan tiempo.

Escribir implica desconfigurar parte de la realidad para volverla gramo de luz, tiempo (tempus, temporis) es momento de ser en ser: ocasión —a veces difusa— de ser-siendo. A partir de esta aseveración surge una constante de proporcionalidad escriturística: no hay más que dividir las magnitudes, en este caso los párrafos que conforman un texto, para obtener el mismo resultado: la suma de letras hace tiempo de ser.

Pero volvamos al gramo de luz. Nótese que no afirmo más que un gramo, es decir, una pequeñísima parte —casi invisible— del texto. Eso es en su conjunto y en cada una de sus partes. Ínfimas gotas de ser que, en conjunto, devienen en ser in crescendo. Así, el gramo de luz germina en otro gramo de luz; o lo que es lo mismo: la gota de ser escrita deviene en ser, que es gotas de ser de voz. Y esta luz, este ser, no es más que la afirmación en el tiempo desde la escritura y la lectura.

Al respecto piénsese, por ejemplo, en una frase que nos hizo mella al leer. Un pequeño aforismo (o texto aforístico) que sentó sus reales en parte de nuestra memoria. Su temporalidad no sucumbió en la página que lo contenía, tampoco en la mente que lo elucubró. Su ser se abrió paso por los corredores de nuestro pensamiento, caminó hasta acomodarse en algunos momentos de nuestros recuerdos; después, quizá a pasos no del todo seguros, abrió una ventana o quizá una puerta por donde apareció inopinadamente en nuestro discurso, en nuestra voz. Entonces, al contacto de la luz, ese momento se hizo mil momentos para alumbrar nuestra conciencia. Así, el tiempo se hizo (se vuelve) al contacto de la voz escrita que dejó de ser solo tinta para volverse posibilidad, sugerencia, invitación, provocación. Provocación que mueve el ser hacia su propio ser… pero de manera introspectiva. En otras palabras: el texto hace tiempo en el pensamiento del lector.

En suma: no hay sólo un tiempo —digamos físico— que agote toda la realidad. El texto, la palabra, la lectura, son formas de tiempo en el ser que lee. Es por ello que quien escribe o lee puede incursionar en otras formas de tiempo y ser. Su mismidad se abre a una constante e inconclusa manera de ser.

De ahí que leer permita abrir y proyectar al ser. Hay que tener en cuenta que su efecto desfragmenta —incluso— al mismo tiempo. Ora lo visibiliza, ora lo obnubila, posicionándolo siempre como obra abierta, al estilo de Galatea y Polifemo (de Luis de Góngora), en donde la descripción juega parte de la narración y ésta de aquella. No hay una intención moralizante, sólo un texto que clama en el desierto por una nueva voz que no deje de proyectarlo. Lo mismo sucede con el tiempo en el texto, catapulta de ser.

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