/ miércoles 4 de octubre de 2023

Permisos


Durante meses había buscado el espacio perfecto para emprender el proyecto de mis sueños. Un centro de sanación ancestral y holístico en el que la meditación fuera la clave para revertir cualquier enfermedad.

En mi cabeza lo tenía muy claro; el nuevo espacio tendría áreas verdes, entradas de sol, muros de ladrillo y al centro un temazcal para que los pacientes tomaran baños de vapor y se conectaran con la Madre Tierra.

“Será perfecto”, pensaba. Pero en mi búsqueda solo encontraba vejestorios, fincas casi en ruinas construidas hace muchas décadas, con vibras pesadas y ambientes lúgubres. Las energías siempre han sido importantes para mí porque las percibo desde que era niña, las noto en las personas y también en las casas.

Cuando era niña tuve muchos amigos imaginarios. “Es normal que hable sola, está en la edad”, decían mis papás, pero al crecer, estas experiencias solo se intensificaron. Al cumplir 14 años, el espíritu de un niño me seguía por toda la casa, me miraba en silencio y yo lo miraba también, se veía triste pero jamás hablaba. Yo le preguntaba qué quería, le pedía que se fuera, pero no me hacía caso. Se lo conté a mis padres, pero soltaron unas carcajadas y no volví a hablar del tema con nadie, aunque estos contactos continuaron.

Por eso elegí la meditación como estilo de vida, pues me mantiene en calma y me ayuda a equilibrar las energías que percibo constantemente.

Mientras buscaba otros lugares para instalar mi proyecto, visité una hermosa casona en el centro de la ciudad que llevaba varios meses con ese anuncio de Se renta.

Cuando llegué, un viejecillo encorvado batalló para abrir la pesada puerta de madera. Con mal carácter me indicó que podía pasar, y una vez adentro un escalofrío me recorrió la espalda. La casa tenía un enorme patio lleno de estatuas de cantera, algunas tenían formas humanas, otras de animales y otras tantas eran más bien gárgolas con rostros demoniacos; todas en tamaño real, incluso algunas rebasaban mi estatura.

“Todas se las va a llevar el dueño”, dijo el viejo al notar mi cara de incomodidad. Por pura cortesía continué con el recorrido, pero la casa tenía muy mala pinta, mi decisión ya era un rotundo no. Pasamos de un patio a otro, recorrimos los pasillos, subimos y bajamos los dos pisos de la finca, pero me sentía tan intranquila en ese lugar, que terminé la visita antes de lo esperado.

Inventé algún pretexto para retirarme y el portero, molesto por haber perdido su tiempo, meneó la cabeza y me acompañó a la salida.

Aliviada por salir de ahí, comencé a caminar sobre la acera, pero casi de inmediato percibí una rara presencia, y algo me susurró en el oído: “¿Por qué viniste?”.

Me paralicé. Sabía que un espíritu de esa casa se había pegado a mí, ya me había pasado antes.

Me encogí de hombros y apreté los ojos lo más fuerte que pude, no me importó parecer una loca que hablaba sola en medio de la calle: “Por favor, no te vengas conmigo. Prometo que nunca volveré a esta casa”, dije en voz alta, y después de unos segundos supe que el espíritu se había ido.

Por supuesto, estos encuentros me asustaban, pero con el tiempo había aprendido a superarlos. Seguí con mi búsqueda.

Meses después encontré un lugar llamado La Merced, un salón de fiestas tipo campestre que había dejado de operar hace apenas unas semanas.

El lugar era enorme y me recordó a una pequeña hacienda. Tenía una entrada con piso empedrado, al centro un jardín y alrededor de este varios cuartos que simulaban casas más pequeñas, aunque en realidad eran simples habitaciones. En un extremo de la finca había un área de descanso con una chimenea, y del otro lado un segundo jardín, aunque más pequeño, con una fuente de cantera y bancas alrededor.

Era una construcción rústica, podía imaginarme las bodas y las fiestas de quince años que se habrían celebrado en el lugar.

“La renta es de 30 mil pesos, pero como ve, está en perfectas condiciones, no tendría que hacer ninguna reparación”, me dijo el dueño del lugar. Asentí con la cabeza y me aventuré a cerrar el trato.

Estaba contenta con la decisión. El jardín sería perfecto para las prácticas de yoga y los cuartos servirían como consultorios y para las sesiones de masoterapia.

Todo parecía estar listo, pero no estaba segura de arrancar. Había una vibra extraña en el ambiente. De día era un espacio armonioso, pero de noche transmutaba a un lugar extraño en el que no quería estar.

Me daba miedo quedarme sola. Recorrer el jardín en medio de la noche me provocaba escalofríos, apagaba las luces y salía corriendo e imaginando que alguna presencia fantasmagórica me jalaría de los pies o del cabello. Si por alguna razón no encontraba las llaves en mi bolsa, lloraba de la desesperación y la ansiedad por la urgencia de abrir la puerta.

Hablé con un chamán a quién conocía desde hace varios años, le conté la situación.

–Tienes que pedir permiso a los espíritus del lugar. Pedirles que te dejen habitar el mismo espacio que ellos, pasar una noche en vela en esa casa. Llega de manera respetuosa y siéntate en el piso al centro del jardín, no debes prender las luces, puedes encender una vela, pero nada más, lleva agua, tierra y un instrumento de aire, tienen que estar representados los cuatro elementos.

-¿Y qué les digo?

-Lo que quieras.

Mi familia enloqueció cuando les conté acerca del ritual que tenía que hacer, dijeron que era mala idea “exorcizar la casa”, que mejor llamara a un sacerdote. Pero no hice caso.

A la noche siguiente armé una pequeña maleta. Llegué a la casa alrededor de las 10 de la noche y, como me dijo el chamán, no prendí las luces. Caminé descalza hasta el jardín y me senté en flor de loto, encendí la vela que representaba el fuego, puse frente a mí una maceta de hierbabuena, un vaso con agua y un caracol como instrumento de viento.

Estaba nerviosa, me sudaban las manos. Miraba a alrededor y veía las distintas habitaciones con las puertas cerradas, la salida estaba muy lejos. ¿Cuánto me tardaré en llegar hasta allá si quiero salir corriendo? Pensaba, presintiendo que algo malo pasaría.

Cerré los ojos, respiré hondo varias veces hasta calmarme un poco, soplé el caracol y empecé a cantar.

Somos un círculo,

dentro de un círculo,

sin principio y sin final.


Somos un círculo,

dentro de un círculo,

sin principio y sin final.


Y la rueda del amor me da poder ¡Poder!

y la rueda del amor me da la paz ¡La paz!


Mientras cantaba y aplaudía, sentí que me adentraba en una profunda oscuridad y que un grupo de presencias me rodeaba en silencio. Me temblaba la voz, pero no dejé de cantar. Las energías a mi alrededor se sentían tan reales que pensé que me hablarían, por eso apreté los ojos y canté aún más alto.

Entonces sentí que mi cuerpo crecía de manera descomunal, que mi cabeza tocaba lo más alto de los árboles del jardín y que al estirar mis brazos alcanzaba de lado a lado las paredes de la finca. Sentía que era yo como una especie de Alicia que crecía en el País de las Maravillas luego de tomar una poción mágica.

La sensación de gigantismo poco a poco disminuyó. Terminé de cantar y guardé silencio. Respiré profundo y aún con los ojos cerrados, comencé a hablar.

“Espíritus. Sé que están aquí, vengo ante ustedes con amor y respeto, para pedirles que me dejen cohabitar este lugar y cumplir un sueño, ayudar a las personas que buscan sanar espiritual y energéticamente, respetando en todo momento las presencias de esta casa”.

Dije muchas cosas que, tal vez por el trance, ahora no recuerdo, después abrí los ojos muy despacio y todo estaba en calma, todo en oscuridad. Solo se escuchaba el canto de los grillos y la luz de la luna caía sobre las hojas de los árboles.

Me invadió entonces un sentimiento de tranquilidad y agotamiento. Me recosté sobre el pasto boca arriba, estaba exhausta, apenas podía moverme.

Después de unos minutos ya no sentía miedo. Entendí que ahora tenía permiso de moverme libremente por el lugar.

Sin prender las luces recorrí las habitaciones y los pasillos, aproveché la noche para regar las plantas, limpiar algunas cosas y seguí cantando hasta que me fui con los primeros rayos del sol.

Desde entonces he pasado largos y tranquilos días en esa finca, donde ahora se imparten clases de yoga, temazcales, masajes, entre otras actividades.

Algunas veces me quedo a trabajar hasta tarde, y por la noche siento la presencia de los espíritus que deambulan por el lugar, pero todos estamos en paz. Y es que después de todo, ¿Hay un lugar en el mundo en el que estemos realmente solos?




Durante meses había buscado el espacio perfecto para emprender el proyecto de mis sueños. Un centro de sanación ancestral y holístico en el que la meditación fuera la clave para revertir cualquier enfermedad.

En mi cabeza lo tenía muy claro; el nuevo espacio tendría áreas verdes, entradas de sol, muros de ladrillo y al centro un temazcal para que los pacientes tomaran baños de vapor y se conectaran con la Madre Tierra.

“Será perfecto”, pensaba. Pero en mi búsqueda solo encontraba vejestorios, fincas casi en ruinas construidas hace muchas décadas, con vibras pesadas y ambientes lúgubres. Las energías siempre han sido importantes para mí porque las percibo desde que era niña, las noto en las personas y también en las casas.

Cuando era niña tuve muchos amigos imaginarios. “Es normal que hable sola, está en la edad”, decían mis papás, pero al crecer, estas experiencias solo se intensificaron. Al cumplir 14 años, el espíritu de un niño me seguía por toda la casa, me miraba en silencio y yo lo miraba también, se veía triste pero jamás hablaba. Yo le preguntaba qué quería, le pedía que se fuera, pero no me hacía caso. Se lo conté a mis padres, pero soltaron unas carcajadas y no volví a hablar del tema con nadie, aunque estos contactos continuaron.

Por eso elegí la meditación como estilo de vida, pues me mantiene en calma y me ayuda a equilibrar las energías que percibo constantemente.

Mientras buscaba otros lugares para instalar mi proyecto, visité una hermosa casona en el centro de la ciudad que llevaba varios meses con ese anuncio de Se renta.

Cuando llegué, un viejecillo encorvado batalló para abrir la pesada puerta de madera. Con mal carácter me indicó que podía pasar, y una vez adentro un escalofrío me recorrió la espalda. La casa tenía un enorme patio lleno de estatuas de cantera, algunas tenían formas humanas, otras de animales y otras tantas eran más bien gárgolas con rostros demoniacos; todas en tamaño real, incluso algunas rebasaban mi estatura.

“Todas se las va a llevar el dueño”, dijo el viejo al notar mi cara de incomodidad. Por pura cortesía continué con el recorrido, pero la casa tenía muy mala pinta, mi decisión ya era un rotundo no. Pasamos de un patio a otro, recorrimos los pasillos, subimos y bajamos los dos pisos de la finca, pero me sentía tan intranquila en ese lugar, que terminé la visita antes de lo esperado.

Inventé algún pretexto para retirarme y el portero, molesto por haber perdido su tiempo, meneó la cabeza y me acompañó a la salida.

Aliviada por salir de ahí, comencé a caminar sobre la acera, pero casi de inmediato percibí una rara presencia, y algo me susurró en el oído: “¿Por qué viniste?”.

Me paralicé. Sabía que un espíritu de esa casa se había pegado a mí, ya me había pasado antes.

Me encogí de hombros y apreté los ojos lo más fuerte que pude, no me importó parecer una loca que hablaba sola en medio de la calle: “Por favor, no te vengas conmigo. Prometo que nunca volveré a esta casa”, dije en voz alta, y después de unos segundos supe que el espíritu se había ido.

Por supuesto, estos encuentros me asustaban, pero con el tiempo había aprendido a superarlos. Seguí con mi búsqueda.

Meses después encontré un lugar llamado La Merced, un salón de fiestas tipo campestre que había dejado de operar hace apenas unas semanas.

El lugar era enorme y me recordó a una pequeña hacienda. Tenía una entrada con piso empedrado, al centro un jardín y alrededor de este varios cuartos que simulaban casas más pequeñas, aunque en realidad eran simples habitaciones. En un extremo de la finca había un área de descanso con una chimenea, y del otro lado un segundo jardín, aunque más pequeño, con una fuente de cantera y bancas alrededor.

Era una construcción rústica, podía imaginarme las bodas y las fiestas de quince años que se habrían celebrado en el lugar.

“La renta es de 30 mil pesos, pero como ve, está en perfectas condiciones, no tendría que hacer ninguna reparación”, me dijo el dueño del lugar. Asentí con la cabeza y me aventuré a cerrar el trato.

Estaba contenta con la decisión. El jardín sería perfecto para las prácticas de yoga y los cuartos servirían como consultorios y para las sesiones de masoterapia.

Todo parecía estar listo, pero no estaba segura de arrancar. Había una vibra extraña en el ambiente. De día era un espacio armonioso, pero de noche transmutaba a un lugar extraño en el que no quería estar.

Me daba miedo quedarme sola. Recorrer el jardín en medio de la noche me provocaba escalofríos, apagaba las luces y salía corriendo e imaginando que alguna presencia fantasmagórica me jalaría de los pies o del cabello. Si por alguna razón no encontraba las llaves en mi bolsa, lloraba de la desesperación y la ansiedad por la urgencia de abrir la puerta.

Hablé con un chamán a quién conocía desde hace varios años, le conté la situación.

–Tienes que pedir permiso a los espíritus del lugar. Pedirles que te dejen habitar el mismo espacio que ellos, pasar una noche en vela en esa casa. Llega de manera respetuosa y siéntate en el piso al centro del jardín, no debes prender las luces, puedes encender una vela, pero nada más, lleva agua, tierra y un instrumento de aire, tienen que estar representados los cuatro elementos.

-¿Y qué les digo?

-Lo que quieras.

Mi familia enloqueció cuando les conté acerca del ritual que tenía que hacer, dijeron que era mala idea “exorcizar la casa”, que mejor llamara a un sacerdote. Pero no hice caso.

A la noche siguiente armé una pequeña maleta. Llegué a la casa alrededor de las 10 de la noche y, como me dijo el chamán, no prendí las luces. Caminé descalza hasta el jardín y me senté en flor de loto, encendí la vela que representaba el fuego, puse frente a mí una maceta de hierbabuena, un vaso con agua y un caracol como instrumento de viento.

Estaba nerviosa, me sudaban las manos. Miraba a alrededor y veía las distintas habitaciones con las puertas cerradas, la salida estaba muy lejos. ¿Cuánto me tardaré en llegar hasta allá si quiero salir corriendo? Pensaba, presintiendo que algo malo pasaría.

Cerré los ojos, respiré hondo varias veces hasta calmarme un poco, soplé el caracol y empecé a cantar.

Somos un círculo,

dentro de un círculo,

sin principio y sin final.


Somos un círculo,

dentro de un círculo,

sin principio y sin final.


Y la rueda del amor me da poder ¡Poder!

y la rueda del amor me da la paz ¡La paz!


Mientras cantaba y aplaudía, sentí que me adentraba en una profunda oscuridad y que un grupo de presencias me rodeaba en silencio. Me temblaba la voz, pero no dejé de cantar. Las energías a mi alrededor se sentían tan reales que pensé que me hablarían, por eso apreté los ojos y canté aún más alto.

Entonces sentí que mi cuerpo crecía de manera descomunal, que mi cabeza tocaba lo más alto de los árboles del jardín y que al estirar mis brazos alcanzaba de lado a lado las paredes de la finca. Sentía que era yo como una especie de Alicia que crecía en el País de las Maravillas luego de tomar una poción mágica.

La sensación de gigantismo poco a poco disminuyó. Terminé de cantar y guardé silencio. Respiré profundo y aún con los ojos cerrados, comencé a hablar.

“Espíritus. Sé que están aquí, vengo ante ustedes con amor y respeto, para pedirles que me dejen cohabitar este lugar y cumplir un sueño, ayudar a las personas que buscan sanar espiritual y energéticamente, respetando en todo momento las presencias de esta casa”.

Dije muchas cosas que, tal vez por el trance, ahora no recuerdo, después abrí los ojos muy despacio y todo estaba en calma, todo en oscuridad. Solo se escuchaba el canto de los grillos y la luz de la luna caía sobre las hojas de los árboles.

Me invadió entonces un sentimiento de tranquilidad y agotamiento. Me recosté sobre el pasto boca arriba, estaba exhausta, apenas podía moverme.

Después de unos minutos ya no sentía miedo. Entendí que ahora tenía permiso de moverme libremente por el lugar.

Sin prender las luces recorrí las habitaciones y los pasillos, aproveché la noche para regar las plantas, limpiar algunas cosas y seguí cantando hasta que me fui con los primeros rayos del sol.

Desde entonces he pasado largos y tranquilos días en esa finca, donde ahora se imparten clases de yoga, temazcales, masajes, entre otras actividades.

Algunas veces me quedo a trabajar hasta tarde, y por la noche siento la presencia de los espíritus que deambulan por el lugar, pero todos estamos en paz. Y es que después de todo, ¿Hay un lugar en el mundo en el que estemos realmente solos?



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