/ miércoles 16 de marzo de 2022

Norady y Santé XXII

Vitral

Le decía -No te cases, o qué ¿ya hicieron algo? Mira, no me importa, aunque fueras a tener un hijo yo me caso contigo y nos largamos lejos de aquí-. Ella le contestaba que no había nada de eso, sin embargo, como que dudaba. Además, qué diría la gente, su mamá. Nadie lo aceptaría, para qué darle más vueltas. La mamá la golpearía.

Ya en su cama Norady lloró. Santé perdió toda esperanza, aunque espiaba la casa de ella. Quizá en algún momento ella se animaría a que se escaparan, pero, a dónde. Ninguno de los dos tomó la iniciativa. Además, la verdad, en el fondo, ella ya no quería nada con él, pero el muchacho estaba aferrado… Ella comenzó a seguir el rito, paso a paso se había transformado en una loba a la luz de la luna. Ahora podía mentir con naturalidad, como si nada. Lo que Santé creyó alguna vez de ella cayó cacho a cacho.

Mientras, ella elegía los ajuares para la boda, el vestido blanco, los padrinos, las invitaciones a las tías que llegarían a México. Calzones y calcetines nuevos para todos. Trajes prestados, alquilados, el maquillaje, los azares, el ramo, los silencios de los que no reconocieron al nuevo jovenzuelo o creían que era Santé.

Ya cerca de la fecha Norady le retiró la palabra a Santé. Él no sabía la fecha exacta de la boda. Los novios eligieron como fecha el día en que ella también cumplía años, diecisiete, para ser exactos. Esa mañana Santé se levantó y lo primero que pensó fue que era el cumpleaños de ella. Quizá lograría verla, hacerle un guiño. Al asomarse por la ventana observó que entre toda la familia traían un ruidero en el patio de la vecindad. Acomodaban sillas, mesas plegadizas y una lona. De inmediato supo de qué se trataba, y el poco apetito con el que había amanecido se le espantó. Se vistió de volada, le pidió dinero a su mamá y le dijo que esa noche se quedaría en un hotel. Ella comprendió en seguida, le dio un beso a su chamaco y le echó la bendición.

Santé tomó un libro, El loco, de Gibrán Jalil, esperó a que no hubiera gente en el patio y salió destapado imaginando que era invisible. Desde la azotea, donde amarraban la lona, lo vieron salir los hermanos de Norady. – Pobre cuate-, dijeron, y siguieron su labor.

Aún era temprano. Sábado, la ciudad comenzaba a moverse, la bocanada de ruido no era intensa. A Santé lo invadían uno tras otro los recuerdos de todo lo vivido. Ahora todo había terminado de verdad. Estaba como colgado de una cuerda, ya nada más faltaba jalarle. El día, opaco, guardaba su luz un tanto solidario con su pena, según él.

Imaginó cómo sería la boda de su amada en el propio patio de la vecindad. Recordó una película, un churrito en el que la novia dejaba plantado al novio para irse con otro. Se creyó también el personaje de la película El graduado, la obra maestra de Mike Nichols, con Dustin Hoffman y Anne Bancroft, que tanto le había gustado. Esa donde la novia, ya en el altar se arrepiente y huye con el pretendiente dejando a todos con un palmo de narices. También se imaginó en el templo donde sería la boda, pegado a las paredes en forma de gusano, observando la escena y a los invitados. El gusano se cuestionaba si nadie preguntaría por él en esa fiesta, si nadie lo tendría un momento fugaz en su memoria. ¿Ni ella? Ella hincada, vestida de blanco. Santé pensó que ese vestido tendría que ser de otro color.

Las primas estaban pintadas y arregladas como nunca entre semana. Las sombras en los párpados le hacían ver abotagados los ojos. Un amigo le comentó después a Santé que la novia salió de la casa con el rostro relajado, seguro que no recordaba nada de su primer amor, ni los besos ni las caricias. Todo fue a parar al tambo de la basura, del olvido. Así, mientras ella estaba ahora acompañada de mucha gente, Santé estaba tremendamente solo. Recibió la bendición de Dios y caminó por la calle confundido, atontado. Intentó leer algunas páginas de El loco para que lo aconsejaran, pero no lograba concentrarse. Recorrió muchas decenas de calles a pie, otras en camión de terminal a terminal, igual en el Metro de polo a polo. Cielo nublado, luego con resolana asfixiante. Calles con gente y sin ella. En todas partes sintió la soledad. Sentía todo su cuerpo, manos, piernas, tronco, lengua como trabados. Sabía que era él, ahí, solo, abandonado, engañado. Vivió enamorado de un ser que nunca lo quizo. El mismo había creado su Golem en ella, pero no encontró la palabra clave, cuyo código secreto pocos sabían. Cosió los miembros de su Frankenstein, un ser para que lo obedeciera y vivieran felices en su mundo mecánico de amor.

Pero como el Golem y Frankie, también Norady reventó. La niña se rebeló contra el autoritarismo, menos el de su mamá. Ahora, él caminaba solo, como autómata. Al anochecer, un calambre le permitió darse cuenta de todo lo que había andado. Entró a un hotel y pidió una habitación. Estaba muy cansado, quería dormir de inmediato. Al dirigirse al administrador se sintió ridículo. Nunca había entrado a un hotel. – Disculpe señor, cuánto cuestan los cuartos. – ¿Solo?- preguntó el empleado, que no despegaba la vista del televisor. – Sí, solo-, contestó Santé comprendiendo toda la dimensión de esa palabra. – Trescientos pesos, pero no hay. Dio media vuelta sin dar las gracias. ¿De qué? Era un lugar sórdido y oscuro, un pasillo largo con una puerta tras otra. Alcanzó a escuchar algunas palabras y risas de los que alquilaban los cuartos. Adentro hacían el amor y él tan solo.

Siguió caminando por la calzada de Tlalpan hasta llegar a otro hotel. Ahí lo recibió un viejo español que le preguntó: –¿Cuántos años tienes?–, Santé balbuceó, dudó, y antes de que pudiera contestar algo el español dijo -No hay habitaciones-.

El muchacho salió más deprimido de lo que había entrado. Y ahora qué haría. Decidió regresarse a su casa, así, con todo y fiesta. Siguió caminando vuelta y vuelta por la Calzada, cada vez había menos gente. Borrachos, grupos de amigos, gente solitaria. La cabeza le daba vueltas llena de pensamientos que usurpaban lugares unos después de otros. Así le dieron las tres de la mañana. -Ahora sí, me regreso a mi casa-, pensó. Llegó al zaguán y se asomó por la hendidura de la llave. Todavía había gente bailando en el patio.


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Le decía -No te cases, o qué ¿ya hicieron algo? Mira, no me importa, aunque fueras a tener un hijo yo me caso contigo y nos largamos lejos de aquí-. Ella le contestaba que no había nada de eso, sin embargo, como que dudaba. Además, qué diría la gente, su mamá. Nadie lo aceptaría, para qué darle más vueltas. La mamá la golpearía.

Ya en su cama Norady lloró. Santé perdió toda esperanza, aunque espiaba la casa de ella. Quizá en algún momento ella se animaría a que se escaparan, pero, a dónde. Ninguno de los dos tomó la iniciativa. Además, la verdad, en el fondo, ella ya no quería nada con él, pero el muchacho estaba aferrado… Ella comenzó a seguir el rito, paso a paso se había transformado en una loba a la luz de la luna. Ahora podía mentir con naturalidad, como si nada. Lo que Santé creyó alguna vez de ella cayó cacho a cacho.

Mientras, ella elegía los ajuares para la boda, el vestido blanco, los padrinos, las invitaciones a las tías que llegarían a México. Calzones y calcetines nuevos para todos. Trajes prestados, alquilados, el maquillaje, los azares, el ramo, los silencios de los que no reconocieron al nuevo jovenzuelo o creían que era Santé.

Ya cerca de la fecha Norady le retiró la palabra a Santé. Él no sabía la fecha exacta de la boda. Los novios eligieron como fecha el día en que ella también cumplía años, diecisiete, para ser exactos. Esa mañana Santé se levantó y lo primero que pensó fue que era el cumpleaños de ella. Quizá lograría verla, hacerle un guiño. Al asomarse por la ventana observó que entre toda la familia traían un ruidero en el patio de la vecindad. Acomodaban sillas, mesas plegadizas y una lona. De inmediato supo de qué se trataba, y el poco apetito con el que había amanecido se le espantó. Se vistió de volada, le pidió dinero a su mamá y le dijo que esa noche se quedaría en un hotel. Ella comprendió en seguida, le dio un beso a su chamaco y le echó la bendición.

Santé tomó un libro, El loco, de Gibrán Jalil, esperó a que no hubiera gente en el patio y salió destapado imaginando que era invisible. Desde la azotea, donde amarraban la lona, lo vieron salir los hermanos de Norady. – Pobre cuate-, dijeron, y siguieron su labor.

Aún era temprano. Sábado, la ciudad comenzaba a moverse, la bocanada de ruido no era intensa. A Santé lo invadían uno tras otro los recuerdos de todo lo vivido. Ahora todo había terminado de verdad. Estaba como colgado de una cuerda, ya nada más faltaba jalarle. El día, opaco, guardaba su luz un tanto solidario con su pena, según él.

Imaginó cómo sería la boda de su amada en el propio patio de la vecindad. Recordó una película, un churrito en el que la novia dejaba plantado al novio para irse con otro. Se creyó también el personaje de la película El graduado, la obra maestra de Mike Nichols, con Dustin Hoffman y Anne Bancroft, que tanto le había gustado. Esa donde la novia, ya en el altar se arrepiente y huye con el pretendiente dejando a todos con un palmo de narices. También se imaginó en el templo donde sería la boda, pegado a las paredes en forma de gusano, observando la escena y a los invitados. El gusano se cuestionaba si nadie preguntaría por él en esa fiesta, si nadie lo tendría un momento fugaz en su memoria. ¿Ni ella? Ella hincada, vestida de blanco. Santé pensó que ese vestido tendría que ser de otro color.

Las primas estaban pintadas y arregladas como nunca entre semana. Las sombras en los párpados le hacían ver abotagados los ojos. Un amigo le comentó después a Santé que la novia salió de la casa con el rostro relajado, seguro que no recordaba nada de su primer amor, ni los besos ni las caricias. Todo fue a parar al tambo de la basura, del olvido. Así, mientras ella estaba ahora acompañada de mucha gente, Santé estaba tremendamente solo. Recibió la bendición de Dios y caminó por la calle confundido, atontado. Intentó leer algunas páginas de El loco para que lo aconsejaran, pero no lograba concentrarse. Recorrió muchas decenas de calles a pie, otras en camión de terminal a terminal, igual en el Metro de polo a polo. Cielo nublado, luego con resolana asfixiante. Calles con gente y sin ella. En todas partes sintió la soledad. Sentía todo su cuerpo, manos, piernas, tronco, lengua como trabados. Sabía que era él, ahí, solo, abandonado, engañado. Vivió enamorado de un ser que nunca lo quizo. El mismo había creado su Golem en ella, pero no encontró la palabra clave, cuyo código secreto pocos sabían. Cosió los miembros de su Frankenstein, un ser para que lo obedeciera y vivieran felices en su mundo mecánico de amor.

Pero como el Golem y Frankie, también Norady reventó. La niña se rebeló contra el autoritarismo, menos el de su mamá. Ahora, él caminaba solo, como autómata. Al anochecer, un calambre le permitió darse cuenta de todo lo que había andado. Entró a un hotel y pidió una habitación. Estaba muy cansado, quería dormir de inmediato. Al dirigirse al administrador se sintió ridículo. Nunca había entrado a un hotel. – Disculpe señor, cuánto cuestan los cuartos. – ¿Solo?- preguntó el empleado, que no despegaba la vista del televisor. – Sí, solo-, contestó Santé comprendiendo toda la dimensión de esa palabra. – Trescientos pesos, pero no hay. Dio media vuelta sin dar las gracias. ¿De qué? Era un lugar sórdido y oscuro, un pasillo largo con una puerta tras otra. Alcanzó a escuchar algunas palabras y risas de los que alquilaban los cuartos. Adentro hacían el amor y él tan solo.

Siguió caminando por la calzada de Tlalpan hasta llegar a otro hotel. Ahí lo recibió un viejo español que le preguntó: –¿Cuántos años tienes?–, Santé balbuceó, dudó, y antes de que pudiera contestar algo el español dijo -No hay habitaciones-.

El muchacho salió más deprimido de lo que había entrado. Y ahora qué haría. Decidió regresarse a su casa, así, con todo y fiesta. Siguió caminando vuelta y vuelta por la Calzada, cada vez había menos gente. Borrachos, grupos de amigos, gente solitaria. La cabeza le daba vueltas llena de pensamientos que usurpaban lugares unos después de otros. Así le dieron las tres de la mañana. -Ahora sí, me regreso a mi casa-, pensó. Llegó al zaguán y se asomó por la hendidura de la llave. Todavía había gente bailando en el patio.


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