/ miércoles 30 de marzo de 2022

Norady y Santé XXIV (Final)

Vitral

No podía volver a cometer los mismos errores. Tendría otra novia, varias, y ahora todo sería mucho mejor. Las viejas canciones fresas, de amor incondicional, sufrido, de rompe y rasga, de amor y contra de ellas, de ardidos, de “sin mí te irá de la patada”, fueron expulsadas de su espíritu y de su corazón sin misericordia.

A veces, sobre la cama, escuchaba por el patio los pasos de Norady. ¿Cómo no reconocerlos si fueron el ritmo de su corazón por tanto tiempo? Para un joven, el tiempo es todo y nada, mucho y poco. Cada paso de Norady era una estrella a punto de estallar. Formaría mil planetas nuevos, sí, porque esta experiencia no pasaría así como así. Ahora sería dueño y conductor de su vida. Ya no quería ser una repliquita mala de Clark Gable o de cualquier otro chango del sistema. Ninguna de las propuestas oficiales sería su modelo a seguir. Nada de esa cara de la ciudad enfurecida e hipócrita, bañada en ruido y humo de los nuevos ejes viales, corrupción, trácalas, vicios en cada esquina, hueva suprema, nada de eso formaría parte de su vida. Buscaría las otras caras que también existían en esta hermosa ciudad, en el D. F. Cuando menos intentaría que la ambición por el dinero, la posesión robada, la lucha de lobos contra lobos, toda esta mugre, no formara parte de sus nuevos planes. Al leer su libro de Fausto, de Goethe, se iluminaba con sus nuevos proyectos. Visualizarlos lo llevaba a exclamar emocionado: “¡Detente, momento, eres tan bello!”

Se dio cuenta que cargaba con una hoja de parra metal, escamas de pescado colgando en sus párpados. Gotas de lluvia revueltas con lágrimas caían de sus ojos. Era revoltijo, mole, camarones, complejos, frustraciones. No quería saber nada del estatus oficial ni de los amigos ahora empleados en modernas instituciones bancarias. Era un arrebato contra la senilidad, contra el liderazgo de los rucos que querían someterlo y pensar por él. Tendría que arrancarle acertijos al miedo. ¿Existirá, podré, deberé, seré, tendré derecho? Ah, ah, en la clase de redacción le dijeron que no debería utilizar verbos vagos, inexpresivos. Pero entonces ¿cuáles? No los conocía. No tenía respuesta. Su autocrítica exigía una revisión de sí mismo, un pacto de sangre con su Mefistófeles personal, un salto a Jesús, un nuevo Jonás expulsado del vientre ácido y oscuro de la ballena gris. Cemento y humo, sí, partiría por su propio pie a la tierra del becerro de oro, renegaría de los valores hipócritas que le enseñaron, dudaría de la belleza superficial de cualquier mujer -¿te cae?-, dudaría de él mismo. Sí, pensaba, luego, existía. Sabía que era materia y vida, entonces, ¿iba a consumir su existencia entre cigarros y alcohol? ¿caería vencido ante la sombra efímera de su propio miedo? ¿Qué fue realmente Norady para él? ¿Se colgaría de ese recuerdo para sufrir toda la vida y ser la víctima de una mala mujer? Sí, sí, la amó, y mucho, pero había llegado el tiempo de cavilaciones profundas y soluciones concretas. La amó como podría haber amado a tantas otras hermosas mujeres que habitan la Tierra, mujeres de vientres en flor y cerebros de fuego. Si amó a Norady, fue a ella porque las circunstancias así lo quisieron, igual pudo haber sido otra, pero la felicidad de pareja fue expulsada del paraíso. Ella calló, él quiso arrasar; ella se fue, él se extravió. Y le dolía hasta el alma la pérdida. Soñaron una selva oscura bañada por un rayo de luna. El aullido de los coyotes recorría la noche a ras, entre la tierra y la vegetación. Aauuuuu… Santé imaginó que ella aparecería en cualquier momento desde atrás de un matorral, pero lo que surgió fue una enorme boa abriendo sus fauces más negras que la noche abismal. Sólo los colmillos brillaban y de ellos colgaban dos gotas cristalinas de veneno. Santé descubrió su propio rostro. Entonces despertó de su trance, agitado y nervioso. Encendió la luz de la lámpara del cuarto y tomó un libro del buró. Lo leyó hasta el amanecer. Era el tercer acompañante de su travesía: Gog, de Giovanni Papini. Esas tres Ges lo hicieron temblar, los estremecieron, lo alumbraron: Gibrán Jalil Gibrán, Johann Wolfgang von Goethe, Giovanni Papini. Ahora su vida se convertía en un huracán, en el Sturm und Drang goethiano, en tormenta e ímpetu. Ahora combinaría y aplicaría en su vida práctica todas las enseñanzas de estos y otros grandes maestros. Sería el loco, el profeta, la nube, Mefistófeles, el lobo, un sannyasin, ángel y demonio. Probaría de todo como Fausto, se daría todas las experiencias que se le pusieran enfrente… no se iba a echar para atrás y menos ahora. Nada lo iba a tumbar. No le iba a echar la culpa a nadie. Se transformaría a sí mismo en otro hombre. Recomenzaría humildemente su camino en el amor en busca de su propia Margarita, pero antes se recompondría, porque si no ¿cómo podría amar verdadera y sanamente a alguien? Todos sus errores con Norady se le revelaron claramente. ¿Sería capaz de vencer su egolatría, su machismo, sus complejos, los huecos de su propia educación, su dolor, su orgullo herido? Bueno, cuando menos lo intentaría con todas sus fuerzas. Encendió bajito su reproductora de casetes. La Novena Sinfonía de Beethoven lo acompañaba. Su apuesta por la música, el arte, la cultura, por la sabiduría, por los libros, por el buen cine no tenían vuelta atrás. Serían su alimento y su sostén. Estaba decidido. Creyeran en él o no.

Santé recordó especialmente aquel pensamiento de Papini: “Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples quiebras. El amor es como el fuego, que si no se comunica se apaga. Hay quien tiene el deseo de amar, pero no la capacidad de amar. Si es cierto que en cada amigo hay un enemigo potencial.” Volvió a quedarse dormido con el libro entre las manos, pero ya no tuvo más pesadillas ni visiones. Durmió muy relajado y tranquilo, como hacía mucho tiempo no lo lograba. Al despertar, su cuerpo, su mente y su ánimo estaban descansados. Empezaba a amanecer y los primeros rayos de sol iluminaban el patio de la vecindad. Los colores de las flores en las macetas se veían más brillantes que nunca. Fin


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No podía volver a cometer los mismos errores. Tendría otra novia, varias, y ahora todo sería mucho mejor. Las viejas canciones fresas, de amor incondicional, sufrido, de rompe y rasga, de amor y contra de ellas, de ardidos, de “sin mí te irá de la patada”, fueron expulsadas de su espíritu y de su corazón sin misericordia.

A veces, sobre la cama, escuchaba por el patio los pasos de Norady. ¿Cómo no reconocerlos si fueron el ritmo de su corazón por tanto tiempo? Para un joven, el tiempo es todo y nada, mucho y poco. Cada paso de Norady era una estrella a punto de estallar. Formaría mil planetas nuevos, sí, porque esta experiencia no pasaría así como así. Ahora sería dueño y conductor de su vida. Ya no quería ser una repliquita mala de Clark Gable o de cualquier otro chango del sistema. Ninguna de las propuestas oficiales sería su modelo a seguir. Nada de esa cara de la ciudad enfurecida e hipócrita, bañada en ruido y humo de los nuevos ejes viales, corrupción, trácalas, vicios en cada esquina, hueva suprema, nada de eso formaría parte de su vida. Buscaría las otras caras que también existían en esta hermosa ciudad, en el D. F. Cuando menos intentaría que la ambición por el dinero, la posesión robada, la lucha de lobos contra lobos, toda esta mugre, no formara parte de sus nuevos planes. Al leer su libro de Fausto, de Goethe, se iluminaba con sus nuevos proyectos. Visualizarlos lo llevaba a exclamar emocionado: “¡Detente, momento, eres tan bello!”

Se dio cuenta que cargaba con una hoja de parra metal, escamas de pescado colgando en sus párpados. Gotas de lluvia revueltas con lágrimas caían de sus ojos. Era revoltijo, mole, camarones, complejos, frustraciones. No quería saber nada del estatus oficial ni de los amigos ahora empleados en modernas instituciones bancarias. Era un arrebato contra la senilidad, contra el liderazgo de los rucos que querían someterlo y pensar por él. Tendría que arrancarle acertijos al miedo. ¿Existirá, podré, deberé, seré, tendré derecho? Ah, ah, en la clase de redacción le dijeron que no debería utilizar verbos vagos, inexpresivos. Pero entonces ¿cuáles? No los conocía. No tenía respuesta. Su autocrítica exigía una revisión de sí mismo, un pacto de sangre con su Mefistófeles personal, un salto a Jesús, un nuevo Jonás expulsado del vientre ácido y oscuro de la ballena gris. Cemento y humo, sí, partiría por su propio pie a la tierra del becerro de oro, renegaría de los valores hipócritas que le enseñaron, dudaría de la belleza superficial de cualquier mujer -¿te cae?-, dudaría de él mismo. Sí, pensaba, luego, existía. Sabía que era materia y vida, entonces, ¿iba a consumir su existencia entre cigarros y alcohol? ¿caería vencido ante la sombra efímera de su propio miedo? ¿Qué fue realmente Norady para él? ¿Se colgaría de ese recuerdo para sufrir toda la vida y ser la víctima de una mala mujer? Sí, sí, la amó, y mucho, pero había llegado el tiempo de cavilaciones profundas y soluciones concretas. La amó como podría haber amado a tantas otras hermosas mujeres que habitan la Tierra, mujeres de vientres en flor y cerebros de fuego. Si amó a Norady, fue a ella porque las circunstancias así lo quisieron, igual pudo haber sido otra, pero la felicidad de pareja fue expulsada del paraíso. Ella calló, él quiso arrasar; ella se fue, él se extravió. Y le dolía hasta el alma la pérdida. Soñaron una selva oscura bañada por un rayo de luna. El aullido de los coyotes recorría la noche a ras, entre la tierra y la vegetación. Aauuuuu… Santé imaginó que ella aparecería en cualquier momento desde atrás de un matorral, pero lo que surgió fue una enorme boa abriendo sus fauces más negras que la noche abismal. Sólo los colmillos brillaban y de ellos colgaban dos gotas cristalinas de veneno. Santé descubrió su propio rostro. Entonces despertó de su trance, agitado y nervioso. Encendió la luz de la lámpara del cuarto y tomó un libro del buró. Lo leyó hasta el amanecer. Era el tercer acompañante de su travesía: Gog, de Giovanni Papini. Esas tres Ges lo hicieron temblar, los estremecieron, lo alumbraron: Gibrán Jalil Gibrán, Johann Wolfgang von Goethe, Giovanni Papini. Ahora su vida se convertía en un huracán, en el Sturm und Drang goethiano, en tormenta e ímpetu. Ahora combinaría y aplicaría en su vida práctica todas las enseñanzas de estos y otros grandes maestros. Sería el loco, el profeta, la nube, Mefistófeles, el lobo, un sannyasin, ángel y demonio. Probaría de todo como Fausto, se daría todas las experiencias que se le pusieran enfrente… no se iba a echar para atrás y menos ahora. Nada lo iba a tumbar. No le iba a echar la culpa a nadie. Se transformaría a sí mismo en otro hombre. Recomenzaría humildemente su camino en el amor en busca de su propia Margarita, pero antes se recompondría, porque si no ¿cómo podría amar verdadera y sanamente a alguien? Todos sus errores con Norady se le revelaron claramente. ¿Sería capaz de vencer su egolatría, su machismo, sus complejos, los huecos de su propia educación, su dolor, su orgullo herido? Bueno, cuando menos lo intentaría con todas sus fuerzas. Encendió bajito su reproductora de casetes. La Novena Sinfonía de Beethoven lo acompañaba. Su apuesta por la música, el arte, la cultura, por la sabiduría, por los libros, por el buen cine no tenían vuelta atrás. Serían su alimento y su sostén. Estaba decidido. Creyeran en él o no.

Santé recordó especialmente aquel pensamiento de Papini: “Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples quiebras. El amor es como el fuego, que si no se comunica se apaga. Hay quien tiene el deseo de amar, pero no la capacidad de amar. Si es cierto que en cada amigo hay un enemigo potencial.” Volvió a quedarse dormido con el libro entre las manos, pero ya no tuvo más pesadillas ni visiones. Durmió muy relajado y tranquilo, como hacía mucho tiempo no lo lograba. Al despertar, su cuerpo, su mente y su ánimo estaban descansados. Empezaba a amanecer y los primeros rayos de sol iluminaban el patio de la vecindad. Los colores de las flores en las macetas se veían más brillantes que nunca. Fin


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