/ sábado 21 de julio de 2018

Cuando muere un poeta no muere realmente

A mi querido amigo José Luis de la Vega

Cuando muere un poeta el silencio crece. Las voces no bastan para decir lo que se siente, hace falta ʻalgoʼ. Quizá un vacío lleno de sus recuerdos, quizá un recuerdo que llene nuestros vacíos. El caso es que un nudo crece en la garganta, y crece hasta estrangular nuestra posible intención de decir frases hechas. Porque hay que reconocer que los lugares comunes suelen ser el pan de cada día de la muerte. Sin embargo, no quiero caer en eso. Estimé mucho a José Luis de la Vega como para elogiarlo solamente por el hecho de que se fue antes que nosotros.

Lo que pienso —eso sí— es que sigue siendo, a pesar de su muerte, un poeta vivo (los poetas nunca son en sentido pasado, siempre están presentes a través de sus poemas). Su muerte no alcanzó a llevárselo por completo. Aquí quedan sus poemas, sus cuentos, sus ensayos y, a través de ellos, su consabida reflexión existencial. Su cuerpo no está, pero sí su voz, y es su voz la que me hace seguir dialogando con él.

De hecho debo decir que conocí sus palabras y lo conocí a él. Disfruté de ambas presencias. Las primeras tenían diversos rostros; él, en cambio, como cualquier ser humano, sólo tenía uno. Sin embargo, ambos coincidían (palabras y sujeto) en un desarrollo —digamos— ontológico (aunque él hubiera preferido prescindir de tal término).

Sus primeros versos sudaban imaginación, derrochaban una recreación constante e inacabada. Sus textos posteriores, a diferencia de los primeros, modificaron no sólo la obra literaria, sino también su sentido de la vida. Al respecto debo decir que disfruté de ambas etapas, aunque literariamente me gustó siempre más la primera.

Los poetas como José Luis de la Vega, esos de voz-que-suda-tiempo, no son solo poetas; en ellos hay una forma de ser que modifica inclusive a la misma lectura. No se puede leer de la misma manera a un poeta que también escribe cuento y ensayo que a otro que sólo es poeta. Con ello no quiero decir que uno sea más que otro; sin embargo, el primero (el que incursiona en distintos géneros) tiene la posibilidad de apreciar diversas voces, distintos modos de ser creador. Por su parte, el segundo (el que escribe sólo poesía) mira al mundo precisamente desde la poesía que le da voz y pausa para el silencio. Tiene, en ese sentido, una sola voz: la de poeta.

José Luis de la Vega era de los primeros: incursionó en varios géneros. Sin embargo, nunca dejó de lado su sentido poético. Por eso sus textos reflexivos tienen un cierto sentido poético. Enfrentan a la realidad vistiéndola y desnudándola una y otra y 100 veces más con diferentes ropas semánticas. Quizá porque eso le permitía decir: no me basta un solo tipo de literatura para vivir. Nosotros —imagino que seguiría diciendo— los hombres de la palabra, necesitamos más de una forma de creación literaria para existir como escritores.

Y es esto precisamente —me parece— algo que compartíamos. Ni a él ni a mí nos es suficiente un solo género literario. Percibimos la escritura como forma de vida, más allá de una forma específica. Escribimos porque necesitamos liberar la palabra que nos habita. De ahí que continuamente platicáramos de distintos proyectos literarios: ora de poesía, ora de cuento, ora de ensayo literario. Y varios de esos proyectos los pudimos llevar a cabo. Él era incansable cuando se trataba de crear proyectos que tuvieran que ver con la literatura. Creo que inclusive ésta (la literatura) fue siempre su principal referente antropológico.

En todo caso sus discursos (orales o escritos) estaban mediados por el sentido de la palabra que había entre él y su objeto de estudio. Por eso, detrás de sus textos, aún los más académicos, subyacía una especie de conjugación escrituraria con piel de ensayo pero huesos poéticos.

No quiero terminar este breve texto sin mencionar que le estoy muy agradecido. Gracias a él, el SUPAUAQ me publicó un cuaderno de cuentos: Las palabras en el morral (1999). De hecho DIARIO DE QUERÉTARO dio cuenta de ello (Domingo 29 de agosto, Página 5, Sección C). Menciono esto porque su generosidad con los escritores que empiezan fue siempre algo distintivo en él. Sé que reconocía el esfuerzo de quienes vemos a la escritura como algo más que una mera actividad solaz.

Sirva este pequeño texto para reconocer varias cosas: 1) que sigue estando vivo a través de sus poemas (ya lo he dicho: los poetas nunca mueren); 2) que es un poeta de diversas voces, pues incursionó en varios géneros; 3) que como poeta de voz-que-suda-tiempo pudo reflexionar sobre diversos asuntos antropológicos; y 4) que su generosidad fue siempre su carta de presentación para quienes buscamos en la literatura una forma de ser-siendo.

| Descanse su cuerpo en la tierra. | Hable su voz en sus textos. | Medite y reflexione su alma en el lugar donde se encuentra: un tiempo sin tiempo. |


A mi querido amigo José Luis de la Vega

Cuando muere un poeta el silencio crece. Las voces no bastan para decir lo que se siente, hace falta ʻalgoʼ. Quizá un vacío lleno de sus recuerdos, quizá un recuerdo que llene nuestros vacíos. El caso es que un nudo crece en la garganta, y crece hasta estrangular nuestra posible intención de decir frases hechas. Porque hay que reconocer que los lugares comunes suelen ser el pan de cada día de la muerte. Sin embargo, no quiero caer en eso. Estimé mucho a José Luis de la Vega como para elogiarlo solamente por el hecho de que se fue antes que nosotros.

Lo que pienso —eso sí— es que sigue siendo, a pesar de su muerte, un poeta vivo (los poetas nunca son en sentido pasado, siempre están presentes a través de sus poemas). Su muerte no alcanzó a llevárselo por completo. Aquí quedan sus poemas, sus cuentos, sus ensayos y, a través de ellos, su consabida reflexión existencial. Su cuerpo no está, pero sí su voz, y es su voz la que me hace seguir dialogando con él.

De hecho debo decir que conocí sus palabras y lo conocí a él. Disfruté de ambas presencias. Las primeras tenían diversos rostros; él, en cambio, como cualquier ser humano, sólo tenía uno. Sin embargo, ambos coincidían (palabras y sujeto) en un desarrollo —digamos— ontológico (aunque él hubiera preferido prescindir de tal término).

Sus primeros versos sudaban imaginación, derrochaban una recreación constante e inacabada. Sus textos posteriores, a diferencia de los primeros, modificaron no sólo la obra literaria, sino también su sentido de la vida. Al respecto debo decir que disfruté de ambas etapas, aunque literariamente me gustó siempre más la primera.

Los poetas como José Luis de la Vega, esos de voz-que-suda-tiempo, no son solo poetas; en ellos hay una forma de ser que modifica inclusive a la misma lectura. No se puede leer de la misma manera a un poeta que también escribe cuento y ensayo que a otro que sólo es poeta. Con ello no quiero decir que uno sea más que otro; sin embargo, el primero (el que incursiona en distintos géneros) tiene la posibilidad de apreciar diversas voces, distintos modos de ser creador. Por su parte, el segundo (el que escribe sólo poesía) mira al mundo precisamente desde la poesía que le da voz y pausa para el silencio. Tiene, en ese sentido, una sola voz: la de poeta.

José Luis de la Vega era de los primeros: incursionó en varios géneros. Sin embargo, nunca dejó de lado su sentido poético. Por eso sus textos reflexivos tienen un cierto sentido poético. Enfrentan a la realidad vistiéndola y desnudándola una y otra y 100 veces más con diferentes ropas semánticas. Quizá porque eso le permitía decir: no me basta un solo tipo de literatura para vivir. Nosotros —imagino que seguiría diciendo— los hombres de la palabra, necesitamos más de una forma de creación literaria para existir como escritores.

Y es esto precisamente —me parece— algo que compartíamos. Ni a él ni a mí nos es suficiente un solo género literario. Percibimos la escritura como forma de vida, más allá de una forma específica. Escribimos porque necesitamos liberar la palabra que nos habita. De ahí que continuamente platicáramos de distintos proyectos literarios: ora de poesía, ora de cuento, ora de ensayo literario. Y varios de esos proyectos los pudimos llevar a cabo. Él era incansable cuando se trataba de crear proyectos que tuvieran que ver con la literatura. Creo que inclusive ésta (la literatura) fue siempre su principal referente antropológico.

En todo caso sus discursos (orales o escritos) estaban mediados por el sentido de la palabra que había entre él y su objeto de estudio. Por eso, detrás de sus textos, aún los más académicos, subyacía una especie de conjugación escrituraria con piel de ensayo pero huesos poéticos.

No quiero terminar este breve texto sin mencionar que le estoy muy agradecido. Gracias a él, el SUPAUAQ me publicó un cuaderno de cuentos: Las palabras en el morral (1999). De hecho DIARIO DE QUERÉTARO dio cuenta de ello (Domingo 29 de agosto, Página 5, Sección C). Menciono esto porque su generosidad con los escritores que empiezan fue siempre algo distintivo en él. Sé que reconocía el esfuerzo de quienes vemos a la escritura como algo más que una mera actividad solaz.

Sirva este pequeño texto para reconocer varias cosas: 1) que sigue estando vivo a través de sus poemas (ya lo he dicho: los poetas nunca mueren); 2) que es un poeta de diversas voces, pues incursionó en varios géneros; 3) que como poeta de voz-que-suda-tiempo pudo reflexionar sobre diversos asuntos antropológicos; y 4) que su generosidad fue siempre su carta de presentación para quienes buscamos en la literatura una forma de ser-siendo.

| Descanse su cuerpo en la tierra. | Hable su voz en sus textos. | Medite y reflexione su alma en el lugar donde se encuentra: un tiempo sin tiempo. |


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