/ miércoles 11 de julio de 2018

Emboletados I

A pesar de todo continuamos amando; y ese <a pesar de todo> cubre un infinito

E.M. Cioran

Claudio estaba seguro de que había nacido para lograr algo grande, ser famoso, guapo, rico, admirado, o algo así, pero ahora veía que ya iba para los cuarenta años y nada de eso había logrado. Es más, alguna vez alardeó con los amigos que si a los treinta no había logrado sus propósitos se suicidaría ya que se consideraría un fracasado total, y ahora veía que iba al cuarentazo que volaba y no había logrado absolutamente nada. Al contrario. Se había casado con una mujer que ni le gustaba ni la amaba. ¿Cómo fue a caer con ella? ¿Qué clase de soberano zopenco había sido? Él, que anhela conquistar mujerones exuberantes, de grandes senos y apantallantes caderas y había caído con eso. Pronto se dio cuenta de que ese tipo de mujeres que deseaba no andan con cualquiera ni en peseros ni metro ni microbús. Cuando llegó a toparse con alguna mujer así ni siquiera lo pelaron, nunca lo voltearon a ver.

Seguido pensaba en ese chiste malvado de “¿cómo? ¿amaneciste?”, pero ya qué, ahora estaba ahí emboletado en un viaje sin retorno. Alquilaba un departamento frío, oscuro, y sus cuatro hijos generaban un ruido infernal, gritos, golpes, llanto, había veces que de plano ya no aguantaba más.

Sonia, su esposa, también estaba totalmente frustrada, hubiera querido vivir otra vida, ser perseguida por los hombres, cotizada, salir con puro guapo, ser ejecutiva, coquetear, haber tenido amantes, y en cambio, su realidad era cuidar de cuatro chamacos desde que amanecía hasta entrada la noche, y, a veces, incluida la noche. No podía tener un trabajo, casi no veía a nadie, no existían los tales pretendientes y amantes, sólo el quehacer y más quehacer. ¿Hacia a dónde caminaban este par de frustrados? ¿Tenía algún remedio su situación? ¿O de plano estaban condenados de por vida a esas vivencias agotadoras y aburridas?

Claudio comenzó a engordar y a perder el cabello. Domingo a domingo su pancita o barbacoa no le faltaban muy temprano. Semana tras semana su único aliciente era irse a poner una briagotas con otros amigos igual de frustrados. Hablaban mal de las mujeres, se burlaban de ellas, no las bajaban de pirujas y ponían ejemplo tras ejemplos para ilustrarlo. Hablaban también de las que sí amaron de verdad y a las que nunca lograron retener. Sus grandes amores imposibles, las mujeres con las que -según ellos- si hubieran sido felices.

Sonia, en cambio, rara vez salía, muy rarísima vez, y no era para encontrarse con los amantes con los que fantaseaba. Las antiguas amigas se habían desvanecido como hojas secas en un patio abandonado. Cuando llegaba a encontrarse en algún lugar a una antigua amiga, las pláticas eran también de su pasado, de los hombres que pudieron haberlas hecho felices y a los que dejaron escapar, y, en un chisme rápido, se hacían alguna triste confesión de algún hombre furtivo que las hizo gozar como nadie en la cama y al que nunca más volvieron a ver. Y ese individuo ahora era un recuerdo anecdótico de algo que fue y que ya nunca volvieron a vivir. En sus vidas presentes ya no había filling ni atracción, pero sobre todo, ya no había amor. Ahora tan sólo paseaban su amargura y sus secretos por nuevos y aburridos rumbos.

Y así caminaban Sonia y Claudio por el mundo. Esta pareja que se casó por todas las de la ley, y que portaba sus anillos de casados y cuya foto de la boda colgaba en el centro de su descascarada y húmeda salita. Ahí estaba ella joven, sin esa gran espalda, mirando a un horizonte perdido. Ahora era una cuatentona, con llantas, estrías, la cicatriz de la cesárea del último embarazo -en el que se vio tan mal y casi pierde la vida-. Ahora le querían salir várices, tenía mal aliento, gases, pero sobre todo, padecía de tristeza, una tristeza infinita y mucha rabia contenida, porque ahora, -y su mamá se lo embarra a cada rato-, estaba convertida en la sirvienta de ese cabrón, “tú, mijita, tan inteligente, que puros dieces sacabas en la escuela, que pintabas para tanto, mira nada más en lo que te has convertido. Y ya chilla un escuincle por aquí, y ya chilla otro escuincle por allá, y ya le pusiste un coscorrón a uno, y ya le gritaste a este otro pues es un diablo. Qué fue de ti, mijita, qué fue de tus sueños, dónde quedaron?”.

A Claudio sus papás ni lo pelaban. El padre pensaba que lo que le sucediera a su hijo no era su problema, él solito se metió en ese boleto, se le dijo muy claro que no se casara, que estaba muy chico, que esa mujer no le convenía. La suegra de Sonia se lamentaba: “ay, mi hijo tan guapo y mira nada más con que araña se vino a casar, se lo advertimos muchas veces, hijito, tú estás para más, mira que galán estás, qué inteligente eres, búscate otro partido, una mujer guapa y rica que te lleve a otros ambientes. Pero no hizo caso, yo creo que la vieja esa lo embrujó. Necio el chavo, ahí fue a meter las cuatro por caliente, ahora ya qué, que se flete y que trate de sacar a su familia adelante. Total, así es su destino, así es la vida”.

Claudio ya no aguantaba más, sentía que reventaba, ya ni el alcohol le ayudaba a ahogar sus penas, al otro día era peor, las crudas cada vez eran más largas, de tres o cuatro días, y así tenía que irse a trabajar, no había de otra. De dónde iba a salir para la papa de los hijos, y vaya que comían los inocentes. Y cada fin de semana quedaba más cateado que la anterior, ¿por qué sería? ¿Se le estaría arruinando la salud? Por si fuera poco.

¿En dónde la había regado? ¿En dónde se le había torcido el camino? ¿Por qué todo lo que anheló y soñaba se le escurrió como arena entre los dedos? ¿Cómo iba a salir de todo esto? No sabía con precisión que significaba la palabra amor. Incluso se preguntaba si alguna vez había sido amado, y si él mismo había amado a alguien. Quién sabe. Y ahora, todavía joven, alcohólico no confesado, panzón, con principios de calvicie, sin verdaderos amigos, sin amor, y con principios de quién sabe qué enfermedad, se preguntaba cuál sería el camino a seguir, cuál sería su destino en adelante.

Y quizá hasta la vieja esa lo engañaba, andaba muy sospechosa, ¿sería posible que con cuatro hijos anduviera de cusca y coqueta con otros idiotas? Quién sabe, todo podía ser posible. Otro imbécil que podía comer pollo de a gratis aprovechándose de una pobre vieja estúpida urgida de palabras bonitas, de caricias, de afecto. Quién sabe. Sin duda era una presa fácil para cualquier vivales, ¿a quién le dan pan que llore?

En cambio Claudio, tan discreto, tan correcto. Bueno, aún tenía su pegue, pero él sí la sabía hacer. En la oficina había una chava joven que aún lo veía guapo. La invitaba a salir, se gastaba dinero que no tenía, pero valía la pena, ella le daba seguridad, le hacía sentir que todavía tenía con qué, le daba ánimo, le daban ganas de bañarse y de echarse perfumito. Todavía no habían hecho nada, ella no se animaba, tenía sus dudas sus reservas. Claudio insistía, pero ella no cedía. Con la joven secretaria Claudio sí se excitaba, con su esposa ya no, le parecía tan fea. Él no tenía la culpa de nada. La chava lo buscaba y su esposa ya nada de nada. Él soñaba en las noches con la joven secretaria, la veía con ropa diminuta diciéndole que lo quería, que le hiciera el amor. Se le escapaba algún gemido, un nombre mascullado, y Sonia entre sueños escuchaba. Por la mañana le preguntaba, oye qué te pasaba, como que mencionabas un nombre y te retorcías. Él le contestaba bruscamente: “chale, ni que fuera el exorcista”.

https://escritosdeaft.blogspot.mx

A pesar de todo continuamos amando; y ese <a pesar de todo> cubre un infinito

E.M. Cioran

Claudio estaba seguro de que había nacido para lograr algo grande, ser famoso, guapo, rico, admirado, o algo así, pero ahora veía que ya iba para los cuarenta años y nada de eso había logrado. Es más, alguna vez alardeó con los amigos que si a los treinta no había logrado sus propósitos se suicidaría ya que se consideraría un fracasado total, y ahora veía que iba al cuarentazo que volaba y no había logrado absolutamente nada. Al contrario. Se había casado con una mujer que ni le gustaba ni la amaba. ¿Cómo fue a caer con ella? ¿Qué clase de soberano zopenco había sido? Él, que anhela conquistar mujerones exuberantes, de grandes senos y apantallantes caderas y había caído con eso. Pronto se dio cuenta de que ese tipo de mujeres que deseaba no andan con cualquiera ni en peseros ni metro ni microbús. Cuando llegó a toparse con alguna mujer así ni siquiera lo pelaron, nunca lo voltearon a ver.

Seguido pensaba en ese chiste malvado de “¿cómo? ¿amaneciste?”, pero ya qué, ahora estaba ahí emboletado en un viaje sin retorno. Alquilaba un departamento frío, oscuro, y sus cuatro hijos generaban un ruido infernal, gritos, golpes, llanto, había veces que de plano ya no aguantaba más.

Sonia, su esposa, también estaba totalmente frustrada, hubiera querido vivir otra vida, ser perseguida por los hombres, cotizada, salir con puro guapo, ser ejecutiva, coquetear, haber tenido amantes, y en cambio, su realidad era cuidar de cuatro chamacos desde que amanecía hasta entrada la noche, y, a veces, incluida la noche. No podía tener un trabajo, casi no veía a nadie, no existían los tales pretendientes y amantes, sólo el quehacer y más quehacer. ¿Hacia a dónde caminaban este par de frustrados? ¿Tenía algún remedio su situación? ¿O de plano estaban condenados de por vida a esas vivencias agotadoras y aburridas?

Claudio comenzó a engordar y a perder el cabello. Domingo a domingo su pancita o barbacoa no le faltaban muy temprano. Semana tras semana su único aliciente era irse a poner una briagotas con otros amigos igual de frustrados. Hablaban mal de las mujeres, se burlaban de ellas, no las bajaban de pirujas y ponían ejemplo tras ejemplos para ilustrarlo. Hablaban también de las que sí amaron de verdad y a las que nunca lograron retener. Sus grandes amores imposibles, las mujeres con las que -según ellos- si hubieran sido felices.

Sonia, en cambio, rara vez salía, muy rarísima vez, y no era para encontrarse con los amantes con los que fantaseaba. Las antiguas amigas se habían desvanecido como hojas secas en un patio abandonado. Cuando llegaba a encontrarse en algún lugar a una antigua amiga, las pláticas eran también de su pasado, de los hombres que pudieron haberlas hecho felices y a los que dejaron escapar, y, en un chisme rápido, se hacían alguna triste confesión de algún hombre furtivo que las hizo gozar como nadie en la cama y al que nunca más volvieron a ver. Y ese individuo ahora era un recuerdo anecdótico de algo que fue y que ya nunca volvieron a vivir. En sus vidas presentes ya no había filling ni atracción, pero sobre todo, ya no había amor. Ahora tan sólo paseaban su amargura y sus secretos por nuevos y aburridos rumbos.

Y así caminaban Sonia y Claudio por el mundo. Esta pareja que se casó por todas las de la ley, y que portaba sus anillos de casados y cuya foto de la boda colgaba en el centro de su descascarada y húmeda salita. Ahí estaba ella joven, sin esa gran espalda, mirando a un horizonte perdido. Ahora era una cuatentona, con llantas, estrías, la cicatriz de la cesárea del último embarazo -en el que se vio tan mal y casi pierde la vida-. Ahora le querían salir várices, tenía mal aliento, gases, pero sobre todo, padecía de tristeza, una tristeza infinita y mucha rabia contenida, porque ahora, -y su mamá se lo embarra a cada rato-, estaba convertida en la sirvienta de ese cabrón, “tú, mijita, tan inteligente, que puros dieces sacabas en la escuela, que pintabas para tanto, mira nada más en lo que te has convertido. Y ya chilla un escuincle por aquí, y ya chilla otro escuincle por allá, y ya le pusiste un coscorrón a uno, y ya le gritaste a este otro pues es un diablo. Qué fue de ti, mijita, qué fue de tus sueños, dónde quedaron?”.

A Claudio sus papás ni lo pelaban. El padre pensaba que lo que le sucediera a su hijo no era su problema, él solito se metió en ese boleto, se le dijo muy claro que no se casara, que estaba muy chico, que esa mujer no le convenía. La suegra de Sonia se lamentaba: “ay, mi hijo tan guapo y mira nada más con que araña se vino a casar, se lo advertimos muchas veces, hijito, tú estás para más, mira que galán estás, qué inteligente eres, búscate otro partido, una mujer guapa y rica que te lleve a otros ambientes. Pero no hizo caso, yo creo que la vieja esa lo embrujó. Necio el chavo, ahí fue a meter las cuatro por caliente, ahora ya qué, que se flete y que trate de sacar a su familia adelante. Total, así es su destino, así es la vida”.

Claudio ya no aguantaba más, sentía que reventaba, ya ni el alcohol le ayudaba a ahogar sus penas, al otro día era peor, las crudas cada vez eran más largas, de tres o cuatro días, y así tenía que irse a trabajar, no había de otra. De dónde iba a salir para la papa de los hijos, y vaya que comían los inocentes. Y cada fin de semana quedaba más cateado que la anterior, ¿por qué sería? ¿Se le estaría arruinando la salud? Por si fuera poco.

¿En dónde la había regado? ¿En dónde se le había torcido el camino? ¿Por qué todo lo que anheló y soñaba se le escurrió como arena entre los dedos? ¿Cómo iba a salir de todo esto? No sabía con precisión que significaba la palabra amor. Incluso se preguntaba si alguna vez había sido amado, y si él mismo había amado a alguien. Quién sabe. Y ahora, todavía joven, alcohólico no confesado, panzón, con principios de calvicie, sin verdaderos amigos, sin amor, y con principios de quién sabe qué enfermedad, se preguntaba cuál sería el camino a seguir, cuál sería su destino en adelante.

Y quizá hasta la vieja esa lo engañaba, andaba muy sospechosa, ¿sería posible que con cuatro hijos anduviera de cusca y coqueta con otros idiotas? Quién sabe, todo podía ser posible. Otro imbécil que podía comer pollo de a gratis aprovechándose de una pobre vieja estúpida urgida de palabras bonitas, de caricias, de afecto. Quién sabe. Sin duda era una presa fácil para cualquier vivales, ¿a quién le dan pan que llore?

En cambio Claudio, tan discreto, tan correcto. Bueno, aún tenía su pegue, pero él sí la sabía hacer. En la oficina había una chava joven que aún lo veía guapo. La invitaba a salir, se gastaba dinero que no tenía, pero valía la pena, ella le daba seguridad, le hacía sentir que todavía tenía con qué, le daba ánimo, le daban ganas de bañarse y de echarse perfumito. Todavía no habían hecho nada, ella no se animaba, tenía sus dudas sus reservas. Claudio insistía, pero ella no cedía. Con la joven secretaria Claudio sí se excitaba, con su esposa ya no, le parecía tan fea. Él no tenía la culpa de nada. La chava lo buscaba y su esposa ya nada de nada. Él soñaba en las noches con la joven secretaria, la veía con ropa diminuta diciéndole que lo quería, que le hiciera el amor. Se le escapaba algún gemido, un nombre mascullado, y Sonia entre sueños escuchaba. Por la mañana le preguntaba, oye qué te pasaba, como que mencionabas un nombre y te retorcías. Él le contestaba bruscamente: “chale, ni que fuera el exorcista”.

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