/ viernes 9 de noviembre de 2018

Entre arpías el texto muestra su putrefacción: alimento para el tedio

Literatura y filosofía

La muerte en el texto huele a putrefacción de ser. Olor nauseabundo que desenmascara el rostro de la realidad escriturística. Raíz aérea que hace «rizoma» para releer sin prejuicio semántico, sin apariencia vestida. | Alimento para el tedio | Así surge el ser-y-morir al leer, como continuación del ser-o-no-ser al escribir. Afirmación ontológica en sum-ma (ʻsumʼ = soy / ʻmaʼ = producto: la palabra es producto de lo que se es). Desde apariciones fenomenológicas del texto que hacen aprehensión in situ de tierra: más bien polvo en cementerio de papel.

Y es en ese cementerio donde las arpías sobrevuelan cadáveres escritos, pasto de viento seco para miradas de lumbre. Leer: incendio que en conciencia-lectora, al final, el ontos se descubre a sí mismo como aparición fallida de ser: así irrumpe el de la letra en el silencio fugaz de la idea: como bruma para recrear (o modificar) más de una mitología genésica y deóntica.

Avance de texto: ulular, frío, soledad, amarg|o|ura. Hastío que no es sino rastro de un fue, o un nunca fue (el “tal vez” es imprecisamente necesario). Ejercicio en el que se enfrentan dialécticas medievales: secundum voce versus secundum rem. ¿La palabra como sustitución de la realidad, o como representación de la realidad? El nominalismo apedreó al realismo, pero no le hizo mella: la piedra era de papel no escrito.

Entonces, de qué materia está hecha la materialidad del texto que se lee como cementerio. ¿Puede ser como el vellocino de oro en el que viajaron Hele y su hermano Frixo? | Fatalidad | La piel del carnero, aunque sea de oro, no deja de estar hecha de muerte. Aunque Frixo llegó a la Cólquide, Hele yace —irremediablemente— en el estrecho del mar en que cayó. Así, aunque el sacrificio lo sufrió el carnero, la muerte no se pudo detener. Es como el agua: busca alguna salida por donde dejar correr su ímpetu-de-ser.

Por eso las arpías en el texto, porque tejen y destejen páramos en donde escanciar la fatal corriente epistémica de muerte (cuando leen). Leer y ser, en este sentido, es fatalidad programada (sin horario). Es voz infausta que recrea al tejer, por ejemplo, textos oscuros de Edgar Alan Poe con metamorfosis de Robert Louis Stevenson, aderezados con angustias interminables de H. P. Lovecraft. Así deambulan las arpías en el texto: sombras, humedad: sed de vida ajena (en el papel) que se hace propiedad continua cuando se lee. Desnudes literaria —en todo caso— que permite a las arpías beber su propia muerte gramatológica. La escritura no es sólo lo que se escribió: implica —también— lecturas que devoran la paz de una lectura no-reflexiva (la conciencia de leer para ser implica una crítica continua). Ser es, entonces, recreación del mismo ser al leer. Por eso el vuelo de las arpías en el texto: porque con él descubren la fetidez ontológica más recóndita.

No hay pretexto para olvidar la muerte en el texto. Las arpías fijan su mirada en la idea que subyace en la escritura aparencial. El otro texto, el que late debajo de la piel de la voz y el papel, sigue ahí, arrinconado, esperando no ser visto por la arpía. Sin embargo, ella es cazadora experimentada. De ahí que termine por desenmascarar las ideas, incluso aquellas que suspiran como intención no siempre clara.

Por eso el título: “entre arpías el texto muestra su putrefacción: alimento para el tedio”, porque sin ellas parece quedar inmune el texto, ajeno a la realidad del lector; como si sólo la apariencia gramatológica fuera suficiente para hablar de lo que dice y callan sus líneas. Pero la realidad es muy diferente: no es voce, es rem (realidad es realidad si y sólo si [la nieve es blanca] —parafraseando a Tarsky—); de ahí que sea ʻalimentoʼ para los arpías-lectores que se consumen en el tedio.

En todo caso habrá que considerar que no hay texto en el que no estén los ditirambos de Dionisos frente a los rostros perfectos de Apolo: el exceso frente a la mesura. El margen imaginado (aislamiento / fuera de la comunidad) frente a la escritura medida (como los frisos del Partenón). Unión de contrarios: piedra angular semejante a los bajorrelieves del friso y la necesidad de «ser» desde el «no ser».

Ah si Fausto hubiera tenido una arpía en su escritorio, quizás Margarita no le hubiera sido necesidad existencial. Tómese en consideración que lo erótico no es sino proyección de voz que busca espacio en donde incendiar más de un silencio ajeno. La existencia del texto implica reconsiderar los silencios que nos recorren como fieras sin voz. Pero la imaginación de Fausto está hecha de arpías de la más límpida forma de aparecer en la realidad. De ahí que nadie le haya dicho que su ser era también de ficción. Por ello ni Thomas Man ni Paul Valerie pudieron hacer desaparecer el Fausto de Goethe. Jas Reuter ya lo había advertido.

La tempestad y el infortunio que provocan las arpías, desata odres de vino viejo. Con él los hombres orientan sus pasos al leer. Buscan avanzar en el texto, sin poner demasiada atención en los márgenes que hacen los instantes escritos en la profundidad de las líneas. Lo importante es la primera voz, la primigenia, la que surge al contacto de la realidad escriturística. Como diría Casirer: el ser humano es el único ser que lo que toca lo convierte en símbolo. Así el texto deviene en símbolo de sí y para sí del lector no avieso.

En conclusión: hay que leer con ojos y alas de arpía, sobrevolando las apariencias de los textos que buscan esconder el centro de su conciencia. De otro modo sólo se recorrerá la grafía, el molde escriturístico de las verdades fácticas, pero lo fático (sin “c”) quedará en el margen que es mar de otro océano.

La búsqueda, en ese sentido, no tiene límites. La lectura se posiciona como una forma del ser-siendo del lect[or], es decir, el que hace suyo el texto que lee. ¿Qué más se puede decir de las arpías? Quizá que con sus plumas de ave rapaz se puede escribir la posibilidad de existir como mitología; es decir, compartiendo la realidad imaginativa con la imaginación de la realidad.


La muerte en el texto huele a putrefacción de ser. Olor nauseabundo que desenmascara el rostro de la realidad escriturística. Raíz aérea que hace «rizoma» para releer sin prejuicio semántico, sin apariencia vestida. | Alimento para el tedio | Así surge el ser-y-morir al leer, como continuación del ser-o-no-ser al escribir. Afirmación ontológica en sum-ma (ʻsumʼ = soy / ʻmaʼ = producto: la palabra es producto de lo que se es). Desde apariciones fenomenológicas del texto que hacen aprehensión in situ de tierra: más bien polvo en cementerio de papel.

Y es en ese cementerio donde las arpías sobrevuelan cadáveres escritos, pasto de viento seco para miradas de lumbre. Leer: incendio que en conciencia-lectora, al final, el ontos se descubre a sí mismo como aparición fallida de ser: así irrumpe el de la letra en el silencio fugaz de la idea: como bruma para recrear (o modificar) más de una mitología genésica y deóntica.

Avance de texto: ulular, frío, soledad, amarg|o|ura. Hastío que no es sino rastro de un fue, o un nunca fue (el “tal vez” es imprecisamente necesario). Ejercicio en el que se enfrentan dialécticas medievales: secundum voce versus secundum rem. ¿La palabra como sustitución de la realidad, o como representación de la realidad? El nominalismo apedreó al realismo, pero no le hizo mella: la piedra era de papel no escrito.

Entonces, de qué materia está hecha la materialidad del texto que se lee como cementerio. ¿Puede ser como el vellocino de oro en el que viajaron Hele y su hermano Frixo? | Fatalidad | La piel del carnero, aunque sea de oro, no deja de estar hecha de muerte. Aunque Frixo llegó a la Cólquide, Hele yace —irremediablemente— en el estrecho del mar en que cayó. Así, aunque el sacrificio lo sufrió el carnero, la muerte no se pudo detener. Es como el agua: busca alguna salida por donde dejar correr su ímpetu-de-ser.

Por eso las arpías en el texto, porque tejen y destejen páramos en donde escanciar la fatal corriente epistémica de muerte (cuando leen). Leer y ser, en este sentido, es fatalidad programada (sin horario). Es voz infausta que recrea al tejer, por ejemplo, textos oscuros de Edgar Alan Poe con metamorfosis de Robert Louis Stevenson, aderezados con angustias interminables de H. P. Lovecraft. Así deambulan las arpías en el texto: sombras, humedad: sed de vida ajena (en el papel) que se hace propiedad continua cuando se lee. Desnudes literaria —en todo caso— que permite a las arpías beber su propia muerte gramatológica. La escritura no es sólo lo que se escribió: implica —también— lecturas que devoran la paz de una lectura no-reflexiva (la conciencia de leer para ser implica una crítica continua). Ser es, entonces, recreación del mismo ser al leer. Por eso el vuelo de las arpías en el texto: porque con él descubren la fetidez ontológica más recóndita.

No hay pretexto para olvidar la muerte en el texto. Las arpías fijan su mirada en la idea que subyace en la escritura aparencial. El otro texto, el que late debajo de la piel de la voz y el papel, sigue ahí, arrinconado, esperando no ser visto por la arpía. Sin embargo, ella es cazadora experimentada. De ahí que termine por desenmascarar las ideas, incluso aquellas que suspiran como intención no siempre clara.

Por eso el título: “entre arpías el texto muestra su putrefacción: alimento para el tedio”, porque sin ellas parece quedar inmune el texto, ajeno a la realidad del lector; como si sólo la apariencia gramatológica fuera suficiente para hablar de lo que dice y callan sus líneas. Pero la realidad es muy diferente: no es voce, es rem (realidad es realidad si y sólo si [la nieve es blanca] —parafraseando a Tarsky—); de ahí que sea ʻalimentoʼ para los arpías-lectores que se consumen en el tedio.

En todo caso habrá que considerar que no hay texto en el que no estén los ditirambos de Dionisos frente a los rostros perfectos de Apolo: el exceso frente a la mesura. El margen imaginado (aislamiento / fuera de la comunidad) frente a la escritura medida (como los frisos del Partenón). Unión de contrarios: piedra angular semejante a los bajorrelieves del friso y la necesidad de «ser» desde el «no ser».

Ah si Fausto hubiera tenido una arpía en su escritorio, quizás Margarita no le hubiera sido necesidad existencial. Tómese en consideración que lo erótico no es sino proyección de voz que busca espacio en donde incendiar más de un silencio ajeno. La existencia del texto implica reconsiderar los silencios que nos recorren como fieras sin voz. Pero la imaginación de Fausto está hecha de arpías de la más límpida forma de aparecer en la realidad. De ahí que nadie le haya dicho que su ser era también de ficción. Por ello ni Thomas Man ni Paul Valerie pudieron hacer desaparecer el Fausto de Goethe. Jas Reuter ya lo había advertido.

La tempestad y el infortunio que provocan las arpías, desata odres de vino viejo. Con él los hombres orientan sus pasos al leer. Buscan avanzar en el texto, sin poner demasiada atención en los márgenes que hacen los instantes escritos en la profundidad de las líneas. Lo importante es la primera voz, la primigenia, la que surge al contacto de la realidad escriturística. Como diría Casirer: el ser humano es el único ser que lo que toca lo convierte en símbolo. Así el texto deviene en símbolo de sí y para sí del lector no avieso.

En conclusión: hay que leer con ojos y alas de arpía, sobrevolando las apariencias de los textos que buscan esconder el centro de su conciencia. De otro modo sólo se recorrerá la grafía, el molde escriturístico de las verdades fácticas, pero lo fático (sin “c”) quedará en el margen que es mar de otro océano.

La búsqueda, en ese sentido, no tiene límites. La lectura se posiciona como una forma del ser-siendo del lect[or], es decir, el que hace suyo el texto que lee. ¿Qué más se puede decir de las arpías? Quizá que con sus plumas de ave rapaz se puede escribir la posibilidad de existir como mitología; es decir, compartiendo la realidad imaginativa con la imaginación de la realidad.


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