/ jueves 10 de febrero de 2022

Voces del cuento

Un misterio entre la palabras y los libros

Una voz se escuchó en aquel pasillo, quizá fue un susurro. Me encuentro solo en la librería y lo que menos siento es temor. Mi padre me enseñó a evitarlo. Quizá porque ya me he acostumbrado a ser siempre el encargado de abrir y cerrar este lugar. O tal vez porque desde hace tiempo dejé de ser pequeño.

El primer motivo es porque a pesar de trabajar con más compañeros, fui elegido a causa de la cercanía entre mi casa y la librería; y aunque para mí no haya sido un motivo contundente, para mi jefe sí lo fue. La segunda razón tiene su origen en los múltiples miedos de la infancia que mi padre me ayudó a superar. Es difícil olvidar aquellas palabras que pronunció: “ten miedo cuando la situación realmente lo merezca”. Aunque, para ser sincero, aún me sigo preguntando en qué momentos es válido temer. ¿Ahora lo será?

La voz continúa. Mi mente provocó un ruido interno, pero no pasó de ahí. En la librería aún había algo más. Inmediatamente pensé que las causantes de dicho escándalo (más externo que interno) eran unas letras ruidosas, hechas de tinta, que no conocen el silencio ni cómo hablar más bajito. ¿Acaso no saben un idioma que no implique reproducir un sonido?

Me levanté un poco molesto, con la misión de encontrar el origen de aquella voz. Es la tinta, estoy seguro, pues siempre que forma letras o palabras se vuelve parlanchina; sin embargo, en una librería, ¿cómo encontrar al libro culpable? En una mar de tinta es imposible saber cuál habló. Caminé por los pasillos buscando al ruidoso libro, y a su tinta que había hablado. Me detuve al escuchar de nuevo la voz. En ese instante, un pensamiento se me acercó. Le pregunté si era el causante. Él me contestó:

— ¿Voz? ¿En serio crees que un pensamiento tiene voz propia?

Me resultó extraño cuando habló, porque, sin esperarlo, me estaba escuchando a mí mismo. La voz de un pensamiento es la del cuerpo al que pertenece. Me sentí un poco avergonzado por la pregunta que le había hecho, pues al responder me pareció que su tono había sido sarcástico y, para ser sincero, resultó aún más desagradable escucharlo con mi propia voz. Era como si yo mismo me estuviera diciendo algo que no quería escuchar.

Sabía que se trataba de un pensamiento de mi mente. ¿Se me habría caído cuando me levanté de la silla? Probablemente. Quise comprobar mi hipótesis al preguntarle hacia dónde se dirigía. Su respuesta me dejó en silencio, ese silencio que la tinta no conoce.

— Sabes a dónde voy. Conoces perfectamente mi casa. Tengo que estar aquí porque, aunque hay más pensamientos de escritores, mi hogar está en ti. No tiene sentido que los pensamientos de los libros estén con sus dueños si ellos los han abandonado. Tú, en cambio, sigues aquí.

Esta vez el silencio apareció tomado de la mano del pensamiento, luego lo soltó y terminó su respuesta diciéndome que esperaba que yo no lo abandonara, pues el miedo suele invadirlo constantemente cuando se encuentra solo. Fue entonces cuando pensé en mí y en cómo nos parecíamos. Literalmente me estaba escuchando y viendo a mí mismo.

La voz volvió a aparecer. Por instinto giré mi cabeza en busca de su origen. Cuando regresé la mirada, el pensamiento ya no estaba.

Como no pretendo hacer esta historia tan larga, simplemente diré que la voz no le pertenecía a ninguna letra hecha de tinta, como yo pensaba. No se trataba de un narrador o el personaje de un libro. Tampoco eran las hojas de papel las que emitían sonidos. Las pastas, por su parte, también estaban en silencio. Esto lo sé porque revisé cientos de libros buscando aquella voz inquietante: tomaba uno y otro y otro más. Al final, no tuve éxito en mi búsqueda; al menos eso creía en ese momento.

Estaba a punto de cerrar la librería, cuando la voz volvió a aparecer. Esta vez su sonido fue diferente, por alguna extraña razón era la misma voz del pensamiento con el que había hablado. Era mi voz, y yo sólo era un simple libro de cuentos que anhelaba ser más que tinta y papel.

Una voz se escuchó en aquel pasillo, quizá fue un susurro. Me encuentro solo en la librería y lo que menos siento es temor. Mi padre me enseñó a evitarlo. Quizá porque ya me he acostumbrado a ser siempre el encargado de abrir y cerrar este lugar. O tal vez porque desde hace tiempo dejé de ser pequeño.

El primer motivo es porque a pesar de trabajar con más compañeros, fui elegido a causa de la cercanía entre mi casa y la librería; y aunque para mí no haya sido un motivo contundente, para mi jefe sí lo fue. La segunda razón tiene su origen en los múltiples miedos de la infancia que mi padre me ayudó a superar. Es difícil olvidar aquellas palabras que pronunció: “ten miedo cuando la situación realmente lo merezca”. Aunque, para ser sincero, aún me sigo preguntando en qué momentos es válido temer. ¿Ahora lo será?

La voz continúa. Mi mente provocó un ruido interno, pero no pasó de ahí. En la librería aún había algo más. Inmediatamente pensé que las causantes de dicho escándalo (más externo que interno) eran unas letras ruidosas, hechas de tinta, que no conocen el silencio ni cómo hablar más bajito. ¿Acaso no saben un idioma que no implique reproducir un sonido?

Me levanté un poco molesto, con la misión de encontrar el origen de aquella voz. Es la tinta, estoy seguro, pues siempre que forma letras o palabras se vuelve parlanchina; sin embargo, en una librería, ¿cómo encontrar al libro culpable? En una mar de tinta es imposible saber cuál habló. Caminé por los pasillos buscando al ruidoso libro, y a su tinta que había hablado. Me detuve al escuchar de nuevo la voz. En ese instante, un pensamiento se me acercó. Le pregunté si era el causante. Él me contestó:

— ¿Voz? ¿En serio crees que un pensamiento tiene voz propia?

Me resultó extraño cuando habló, porque, sin esperarlo, me estaba escuchando a mí mismo. La voz de un pensamiento es la del cuerpo al que pertenece. Me sentí un poco avergonzado por la pregunta que le había hecho, pues al responder me pareció que su tono había sido sarcástico y, para ser sincero, resultó aún más desagradable escucharlo con mi propia voz. Era como si yo mismo me estuviera diciendo algo que no quería escuchar.

Sabía que se trataba de un pensamiento de mi mente. ¿Se me habría caído cuando me levanté de la silla? Probablemente. Quise comprobar mi hipótesis al preguntarle hacia dónde se dirigía. Su respuesta me dejó en silencio, ese silencio que la tinta no conoce.

— Sabes a dónde voy. Conoces perfectamente mi casa. Tengo que estar aquí porque, aunque hay más pensamientos de escritores, mi hogar está en ti. No tiene sentido que los pensamientos de los libros estén con sus dueños si ellos los han abandonado. Tú, en cambio, sigues aquí.

Esta vez el silencio apareció tomado de la mano del pensamiento, luego lo soltó y terminó su respuesta diciéndome que esperaba que yo no lo abandonara, pues el miedo suele invadirlo constantemente cuando se encuentra solo. Fue entonces cuando pensé en mí y en cómo nos parecíamos. Literalmente me estaba escuchando y viendo a mí mismo.

La voz volvió a aparecer. Por instinto giré mi cabeza en busca de su origen. Cuando regresé la mirada, el pensamiento ya no estaba.

Como no pretendo hacer esta historia tan larga, simplemente diré que la voz no le pertenecía a ninguna letra hecha de tinta, como yo pensaba. No se trataba de un narrador o el personaje de un libro. Tampoco eran las hojas de papel las que emitían sonidos. Las pastas, por su parte, también estaban en silencio. Esto lo sé porque revisé cientos de libros buscando aquella voz inquietante: tomaba uno y otro y otro más. Al final, no tuve éxito en mi búsqueda; al menos eso creía en ese momento.

Estaba a punto de cerrar la librería, cuando la voz volvió a aparecer. Esta vez su sonido fue diferente, por alguna extraña razón era la misma voz del pensamiento con el que había hablado. Era mi voz, y yo sólo era un simple libro de cuentos que anhelaba ser más que tinta y papel.

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