/ domingo 18 de febrero de 2024

Contraluz | Saint Exupéry

El Principito, obra cumbre de Antoine de Saint-Exupéry, es una profunda metáfora sobre el hombre y su frágil condición que sólo puede ser liberada con la humildad de quien acepta la ternura y la constancia como condiciones para hacer florecer y acrecentar vínculos trascendentales expresados en lo que conocemos como amor y amistad.

Saint Exupéry siempre pensó en el género humano en términos de comunidad, acentúa Montse Moralta, en su obra biográfica Aviones de Papel (Barcelona, Stella Maris, 2015). No se puede ser un simple individuo, sin traicionar a la civilización. Educado en el catolicismo, Antoine de Sain Exupéry siempre desconfió de las convicciones que no exigen un compromiso y cierto sacrificio: “Cada uno carga con los pecados de todos los hombres. [...] La Caridad funda al ser humano”. Para él, ser pesimista no era una opción razonable, “pues inhibe la acción, el trabajo, la solidaridad”. A pesar de sus tendencias depresivas y sus explosiones de euforia, añade Montse Morata, Saint Exupéry se mantuvo fiel a sus responsabilidades como aviador, escritor, humanista y patriota.

En “Piloto de guerra”, Saint Exupéry escribe: "Combatiré a todo el que pretenda imponer una costumbre particular a otras costumbres, un pueblo particular a otros pueblos, una raza particular a otras razas, un pensamiento particular a otros pensamientos".

Saint-Exupéry dedicó “Carta a un rehén” y “El Principito” a su amigo León Werth, judío, pacifista, anarquista y poeta, que sufrió la barbarie del antisemitismo nazi. El humanismo de Saint-Exupéry no puede estar más lejos del culto al individuo. “Combatiré por la primacía del Hombre sobre el individuo, lo mismo que de lo Universal sobre lo particular… Creo en que la primacía del Hombre funda la única Igualdad y la única Libertad que tiene significación. Creo en la Igualdad de los derechos del Hombre a través de cada individuo. Y creo que la Libertad es la ascensión del hombre”.

Nostálgico de su infancia -“no estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia”, le escribió a su madre al cumplir 30 años-, amigo y admirador de escritores como André Malroux, Georges Barnanos y André Gide, Saint Exupéry ahonda sus profundas meditaciones en la soledad de las inhóspitas arenas del Sahara y en los largos vuelos nocturnos que lo llevan a Buenos Aires, Moscú o Nueva York, y que lo hacen clamar “Tengo hambre de luz”, expresión que glosa en “Vuelo Nocturno” (1931).

Saint Exupéry falleció quizá como había soñado, como piloto de guerra, luchando por el Hombre y por los sueños de su niñez.

Antes del armisticio del 22 de junio de 1940 entre Francia y Alemania, el escritor se había presentado como piloto voluntario de combate, pero los médicos consideraron que no era apto para el servicio. Sus treinta y nueve años y las secuelas de anteriores accidentes de aviación sólo permitían asignarle un puesto de instructor.

Pero gracias a su insistencia finalmente consiguió que lo destinaran a una escuadrilla de reconocimiento. Su misión no sería menos arriesgada que la de un piloto de combate.

Después de la vergonzosa firma del armisticio entre Francia y Alemania, Saint-Exupéry había sido desmovilizado. Se marchó a Portugal y, más tarde, a Estados Unidos, con la intención de aprovechar su fama como destacado escritor y periodista para persuadir a la sociedad norteamericana de la necesidad de combatir contra el nazismo. Despreciaba por supuesto al entreguista Gobierno de Vichy, pero tampoco simpatizaba con la “Francia Libre” de Charles de Gaulle, al que como muchos otros, consideraba autoritario, soberbio y mesiánico.

En Estados Unidos, escribió “Piloto de guerra”, “Carta a un rehén”, “El Principito” y “Ciudadela”, que no llegó a concluir. Fue un período fructífero en el plano creativo, pero frustrante en lo vital y emocional. Ahí sentía que estaba incumpliendo su deber. Por ello y pese a la oposición de De Gaulle, obtuvo permiso para integrase en las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre. Saint Exupéry regresó así a su escuadrilla, el grupo 2/33, con base en Argelia. Con cuarenta y tres años y la salud cada vez más frágil, reinició entrenamiento con los Lightning P-38, unos aviones más modernos facilitados por los estadounidenses. Enviado a la reserva luego de un aterrizaje fallido, logra permiso para cinco misiones más. La mañana del 31 de julio de 1944 despegó para realizar un reconocimiento geográfico sobre el valle del Ródano. Nunca regresó.

En ese entonces ya no le producía alegría volar, según había confesado, y lo hacía sólo para participar en la guerra contra una Alemania Nazi que amenazaba la libertad de los pueblos. Pero lamentaba su tiempo y su época donde el hombre se muere de sed espiritual, incapaz de hallar una meta trascendente “No se puede seguir viviendo sin poesía, sin color, sin amor”, escribió. El día de su muerte Saint-Exupéry despegó de la base aérea de Bastia, en Córcega, a primera hora de la mañana. Los radares lo perdieron al sobrevolar la costa de Francia. A las 14:30, sus camaradas estimaron que ya no volvería a la base, pues se le habría acabado el combustible.

Se especuló mucho sobre su final. Varios aviadores alemanes se atribuyeron la baja. En 2008, Horst Ripper se identificó como el piloto que abatió el P-38 de Saint-Exupéry, pero su testimonio no fue avalado por pruebas concluyentes. Otros, consideran hoy en día más creíble la posibilidad de una avería. Algunos más han hablado incluso de suicidio, pero no parece probable, aunque alguna vez comentó que la perspectiva de la muerte le resultaba “vertiginosamente indiferente”.

Su legado ha crecido con el tiempo. La profundidad de su pensamiento, la ternura de su propuesta y la heroicidad de una vida entregada a la búsqueda de la luz, tanto en lo particular como en lo comunitario, se refleja en toda su obra, especialmente en El Principito que cuenta con más de mil 300 ediciones, traducciones a más de 250 idiomas y dialectos y más de 200 millones de ejemplares vendidos.

En “El Principito”, el autor afirma haber conocido al singular personaje que da título al libro seis años atrás, en el desierto del Sahara, después de haber sufrido un accidente de avión, y nos cuenta su historia. El principito procedía de un asteroide tan pequeño que bastaba con desplazar un poco la silla hacia atrás para ver continuamente la puesta de sol. Un día brotó del suelo una rosa; el principito se enamoró de ella, pero no pudiendo soportar su orgullo y presunción, decidió abandonar el asteroide y emprendió un viaje que lo llevó a otros pequeños planetas. En cada uno de ellos vivía un único personaje que, como en seguida aprecia el lector, encarna algún defecto humano: la vanidad, el egoísmo, la ambición.

Finalmente, el principito llegó a la Tierra, donde descubrió, consternado, que su rosa no era la única del universo, y entabló amistad con un zorro, y después con el narrador. Los sutiles simbolismos y el desenlace de la historia sugieren el sentido del libro: una indagación sobre el amor y la amistad, sentimientos que, pese a su naturaleza incomprensible y los sufrimientos que pueden acarrear, se revelan como necesidad ineludible y enriquecedora.


El Principito, obra cumbre de Antoine de Saint-Exupéry, es una profunda metáfora sobre el hombre y su frágil condición que sólo puede ser liberada con la humildad de quien acepta la ternura y la constancia como condiciones para hacer florecer y acrecentar vínculos trascendentales expresados en lo que conocemos como amor y amistad.

Saint Exupéry siempre pensó en el género humano en términos de comunidad, acentúa Montse Moralta, en su obra biográfica Aviones de Papel (Barcelona, Stella Maris, 2015). No se puede ser un simple individuo, sin traicionar a la civilización. Educado en el catolicismo, Antoine de Sain Exupéry siempre desconfió de las convicciones que no exigen un compromiso y cierto sacrificio: “Cada uno carga con los pecados de todos los hombres. [...] La Caridad funda al ser humano”. Para él, ser pesimista no era una opción razonable, “pues inhibe la acción, el trabajo, la solidaridad”. A pesar de sus tendencias depresivas y sus explosiones de euforia, añade Montse Morata, Saint Exupéry se mantuvo fiel a sus responsabilidades como aviador, escritor, humanista y patriota.

En “Piloto de guerra”, Saint Exupéry escribe: "Combatiré a todo el que pretenda imponer una costumbre particular a otras costumbres, un pueblo particular a otros pueblos, una raza particular a otras razas, un pensamiento particular a otros pensamientos".

Saint-Exupéry dedicó “Carta a un rehén” y “El Principito” a su amigo León Werth, judío, pacifista, anarquista y poeta, que sufrió la barbarie del antisemitismo nazi. El humanismo de Saint-Exupéry no puede estar más lejos del culto al individuo. “Combatiré por la primacía del Hombre sobre el individuo, lo mismo que de lo Universal sobre lo particular… Creo en que la primacía del Hombre funda la única Igualdad y la única Libertad que tiene significación. Creo en la Igualdad de los derechos del Hombre a través de cada individuo. Y creo que la Libertad es la ascensión del hombre”.

Nostálgico de su infancia -“no estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia”, le escribió a su madre al cumplir 30 años-, amigo y admirador de escritores como André Malroux, Georges Barnanos y André Gide, Saint Exupéry ahonda sus profundas meditaciones en la soledad de las inhóspitas arenas del Sahara y en los largos vuelos nocturnos que lo llevan a Buenos Aires, Moscú o Nueva York, y que lo hacen clamar “Tengo hambre de luz”, expresión que glosa en “Vuelo Nocturno” (1931).

Saint Exupéry falleció quizá como había soñado, como piloto de guerra, luchando por el Hombre y por los sueños de su niñez.

Antes del armisticio del 22 de junio de 1940 entre Francia y Alemania, el escritor se había presentado como piloto voluntario de combate, pero los médicos consideraron que no era apto para el servicio. Sus treinta y nueve años y las secuelas de anteriores accidentes de aviación sólo permitían asignarle un puesto de instructor.

Pero gracias a su insistencia finalmente consiguió que lo destinaran a una escuadrilla de reconocimiento. Su misión no sería menos arriesgada que la de un piloto de combate.

Después de la vergonzosa firma del armisticio entre Francia y Alemania, Saint-Exupéry había sido desmovilizado. Se marchó a Portugal y, más tarde, a Estados Unidos, con la intención de aprovechar su fama como destacado escritor y periodista para persuadir a la sociedad norteamericana de la necesidad de combatir contra el nazismo. Despreciaba por supuesto al entreguista Gobierno de Vichy, pero tampoco simpatizaba con la “Francia Libre” de Charles de Gaulle, al que como muchos otros, consideraba autoritario, soberbio y mesiánico.

En Estados Unidos, escribió “Piloto de guerra”, “Carta a un rehén”, “El Principito” y “Ciudadela”, que no llegó a concluir. Fue un período fructífero en el plano creativo, pero frustrante en lo vital y emocional. Ahí sentía que estaba incumpliendo su deber. Por ello y pese a la oposición de De Gaulle, obtuvo permiso para integrase en las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre. Saint Exupéry regresó así a su escuadrilla, el grupo 2/33, con base en Argelia. Con cuarenta y tres años y la salud cada vez más frágil, reinició entrenamiento con los Lightning P-38, unos aviones más modernos facilitados por los estadounidenses. Enviado a la reserva luego de un aterrizaje fallido, logra permiso para cinco misiones más. La mañana del 31 de julio de 1944 despegó para realizar un reconocimiento geográfico sobre el valle del Ródano. Nunca regresó.

En ese entonces ya no le producía alegría volar, según había confesado, y lo hacía sólo para participar en la guerra contra una Alemania Nazi que amenazaba la libertad de los pueblos. Pero lamentaba su tiempo y su época donde el hombre se muere de sed espiritual, incapaz de hallar una meta trascendente “No se puede seguir viviendo sin poesía, sin color, sin amor”, escribió. El día de su muerte Saint-Exupéry despegó de la base aérea de Bastia, en Córcega, a primera hora de la mañana. Los radares lo perdieron al sobrevolar la costa de Francia. A las 14:30, sus camaradas estimaron que ya no volvería a la base, pues se le habría acabado el combustible.

Se especuló mucho sobre su final. Varios aviadores alemanes se atribuyeron la baja. En 2008, Horst Ripper se identificó como el piloto que abatió el P-38 de Saint-Exupéry, pero su testimonio no fue avalado por pruebas concluyentes. Otros, consideran hoy en día más creíble la posibilidad de una avería. Algunos más han hablado incluso de suicidio, pero no parece probable, aunque alguna vez comentó que la perspectiva de la muerte le resultaba “vertiginosamente indiferente”.

Su legado ha crecido con el tiempo. La profundidad de su pensamiento, la ternura de su propuesta y la heroicidad de una vida entregada a la búsqueda de la luz, tanto en lo particular como en lo comunitario, se refleja en toda su obra, especialmente en El Principito que cuenta con más de mil 300 ediciones, traducciones a más de 250 idiomas y dialectos y más de 200 millones de ejemplares vendidos.

En “El Principito”, el autor afirma haber conocido al singular personaje que da título al libro seis años atrás, en el desierto del Sahara, después de haber sufrido un accidente de avión, y nos cuenta su historia. El principito procedía de un asteroide tan pequeño que bastaba con desplazar un poco la silla hacia atrás para ver continuamente la puesta de sol. Un día brotó del suelo una rosa; el principito se enamoró de ella, pero no pudiendo soportar su orgullo y presunción, decidió abandonar el asteroide y emprendió un viaje que lo llevó a otros pequeños planetas. En cada uno de ellos vivía un único personaje que, como en seguida aprecia el lector, encarna algún defecto humano: la vanidad, el egoísmo, la ambición.

Finalmente, el principito llegó a la Tierra, donde descubrió, consternado, que su rosa no era la única del universo, y entabló amistad con un zorro, y después con el narrador. Los sutiles simbolismos y el desenlace de la historia sugieren el sentido del libro: una indagación sobre el amor y la amistad, sentimientos que, pese a su naturaleza incomprensible y los sufrimientos que pueden acarrear, se revelan como necesidad ineludible y enriquecedora.