/ miércoles 1 de noviembre de 2023

Cortafuegos | Cenizas


Mi mamá siempre dijo que no debíamos comer de los platillos que pusiéramos en el altar de muertos, porque si lo hacíamos, la garganta se convertía en hueso de muerto y en la noche podíamos morirnos ahogados.

Esa fue una creencia que respeté hasta mis 33 años, cuando al morir comprobé que la comida en los altares sí se convierte en huesos de muertos; pero eso es algo que los vivos no saben, o no quieren creer, si es que alguna vez escucharon una advertencia similar.

Mi muerte fue estúpida: “Atragantamiento por un hueso de aceituna”, y las aceitunas ni siquiera me gustaban. Me tragué una casi completa aquella vez -aquella única vez- por tratar de impresionar a un tipo con el que salía y que esa noche en el bar me pidió un martini.

“¿Un martini?” Pensé decepcionada, yo habría pedido un carajillo, un baylis, una margarita, pero bueno, eso me saco por hacerme la simpática y decir: “tú pídeme algo, sorpréndeme”. Fatal error.

Como pensé que la aceituna sería lo más desagradable, me la llevé rápido a la boca, la mastiqué con desagrado y me tragué el hueso sin pensarlo. Mal.

Ya se imaginan el drama que ocurrió después: sonidos extraños saliendo de mi garganta, muecas horribles, cara morada, un mesero intentando sin éxito aplicarme la maniobra de Heimlich, bebidas derramadas, un caos total.

Lo que más vergüenza me da, es haber muerto con ese horrible vestido azul; me hacía ver gorda, literalmente una mora caminando por la calle. Tan corto, que cuando trataron de salvarme presionando mi estómago una y otra vez, el vestido se levantó tanto que todos pudieron verme los calzones, qué pena.

La muerte es algo extraño. Y esque en realidad, no recuerdo haber muerto. Lo que sí recuerdo es llegar a casa de mis padres, varios días después del fatídico suceso, entrar y ver a mi pobre madre, preocupada, sentada en el comedor, en silencio, mirando fijamente una cajita de madera. Hasta que se sobresaltó con mi presencia.

“¡Mi niña! Qué bueno que llegaste, ven, siéntate”, me dijo tomándome de los hombros y sentándome en la silla de al lado, me dio también un vaso con agua natural. “¿Cómo te fue en el camino? ¿Estás cansada? Tan bonita mi niña”, decía mientras me acomodaba el cabello y lo pasaba por detrás de mis orejas.

“Sí mamá, todo bien”, respondía yo un poco apenada por las atenciones. “¿Pero qué pasa? ¿Por qué la urgencia?”.

“Es que mira”, y me mostró la cajita de madera que veía antes, la abrió y en su interior había una bolsita de terciopelo, y adentro de ésta, había cenizas.

“¿Qué tienen?, son cenizas”, dije.

“Pero, mira...”, metió los dedos a la bolsa, sacó un puño de cenizas que espolvoreó sobre su mano abierta. “Son azules”, dijo.

Era cierto. ¿Por qué no eran grises blanquecinas como todas las demás? Al tocarlas me di cuenta que eran de un azul metálico, galáctico, traslucido, espacial.

También puse cenizas en mi mano y por un instante sentí que me conecté con el universo. Estaba tocando mis propias cenizas, mi propio cuerpo calcinado a 980 grados Celsius, ¿Y aún estaba en este mundo? ¿Estaba viva y muerta al mismo tiempo? ¿Qué clase de bucle en el tiempo era este?

“Creo que están azules por la alimentación”, respondí a la ligera, porque no quería preocupar a mi mamá. Pero no se lo creyó y llamó a mi prima Miriam, la espiritista de la familia.

Miriam también examinó las cenizas con aires de doctora. “¿Eras vegana? No. ¿Vegetariana? No. ¿Antivacunas? No. ¿Tuviste Covid-19? No, tampoco”.

“Pues la verdad no sé, nunca había visto unas cenizas de muerto con este color”. Y siguió “Cuando te incineraron, te quitaron toda la ropa?”, preguntó, y las tres guardamos un silencio incomodo, nos miramos sin responder. Nadie sabía. Yo cerré los ojos recordando aquel horrible vestido, con el que morí.

“Mamá, no me digas que ni siquiera me quitaron el vestido, ¡qué horror!”, dije llevándome las manos a la cara.

“Ay mija pues no sé, la verdad, nunca se me había muerto una hija, yo no sé qué se hace, y a mí no me eches la culpa”.

“Que irresponsables en la funeraria, pero bueno, ese ya es otro asunto, yo creo que por eso las cenizas son azules, problema resuelto”. Dijo Miriam, y se tomó de un solo sorbo el té de menta que mi mamá le había servido antes de iniciar la conversación.

Ninguna de las tres sabía por qué mis cenizas tenían ese color. Físicamente es imposible que un cuerpo calcinado tenga otra coloración que no sea un gris blanquecino, pero ya no importaba, tal vez sólo era un pretexto creado en nuestra mente, para reunirnos de nuevo.

Después de aquella breve sesión de espiritismo, me quedé en mi antigua casa durante un par de meses; estuve en las fiestas patrias que siempre celebran en mi familia, también fui a algunos cumpleaños de mis primos y sobrinos, vi algunas películas con mis papás, jugué con mis perros, pero sabía que no podía quedarme mucho tiempo y que ese ya no era más mi espacio.

El problema es que mi mamá, agobiada por mi muerte repentina, impresionada por recibir las peculiares cenizas de mi cuerpo y sin saber qué hacer para sobrellevar los días, me llamó desesperada y yo acudí a ella, pero no tenía idea de cómo regresar.

Tenía que volver a ese plano divino o misterioso, como quieran llamarle, del que ahora yo formaba parte. Pero no sabía cómo.

Mi mamá y yo hablamos de eso.

“Pues es que sí te hablé, mijita, porque me preocuparon tus cenizas, pero ya me dijo tu tía Claudia que mientras las tenga aquí en la casa tú no vas a poder irte, y también quiero que descanses, mi chiquita. Además ya estoy más tranquila, me siento mejor”, me decía mientras me acariciaba la cara.

Entonces acordamos que me harían un altar de muertos, y que ahora sí, con mis cenizas puestas ahí como ofrenda, yo intentaría dar ese salto que me llevaría del otro lado.

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Para mí fue casi como una fiesta sorpresa. El 2 de noviembre bajé de mi cuarto y me encontré, al centro de la sala, un hermoso altar tapizado de cempasúchil, veladoras y papel picado. Cruces de sal, calaveritas de azúcar, pan de muerto, frutas y muchos de mis objetos personales; un labial, mi perfume favorito, y una bocina portátil en la que sonaban boleros de Eydie Gormé, es que siempre fui un alma vieja.

Ese día sí me despedí de todos mis familiares y amigos, que por alguna razón todavía podían verme. Comimos, bebimos, cantamos y bailamos. Al final de la noche, mi mamá salió de la cocina con una olla de barro entre las manos, había preparado un chocolate caliente, mi bebida favorita.

Lo puso al centro del altar, y de su mandil sacó la pequeña bolsita de terciopelo en la que mis cenizas seguían guardadas. Las vació suavemente en la bebida, meneó y meneó hasta que la mezcla se hizo azul y el polvo de mis huesos se convirtió en alimento.

Yo estaba a su lado, juntas frente al altar y el olor del chocolate entró en mi nariz de ánima y me evaporé.

Esa noche las dos dimos el gran salto que nos hacía falta, yo para volver al universo omnipresente del que ahora formo parte, y ella el salto para volver a la vida después de mi muerte.


Mi mamá siempre dijo que no debíamos comer de los platillos que pusiéramos en el altar de muertos, porque si lo hacíamos, la garganta se convertía en hueso de muerto y en la noche podíamos morirnos ahogados.

Esa fue una creencia que respeté hasta mis 33 años, cuando al morir comprobé que la comida en los altares sí se convierte en huesos de muertos; pero eso es algo que los vivos no saben, o no quieren creer, si es que alguna vez escucharon una advertencia similar.

Mi muerte fue estúpida: “Atragantamiento por un hueso de aceituna”, y las aceitunas ni siquiera me gustaban. Me tragué una casi completa aquella vez -aquella única vez- por tratar de impresionar a un tipo con el que salía y que esa noche en el bar me pidió un martini.

“¿Un martini?” Pensé decepcionada, yo habría pedido un carajillo, un baylis, una margarita, pero bueno, eso me saco por hacerme la simpática y decir: “tú pídeme algo, sorpréndeme”. Fatal error.

Como pensé que la aceituna sería lo más desagradable, me la llevé rápido a la boca, la mastiqué con desagrado y me tragué el hueso sin pensarlo. Mal.

Ya se imaginan el drama que ocurrió después: sonidos extraños saliendo de mi garganta, muecas horribles, cara morada, un mesero intentando sin éxito aplicarme la maniobra de Heimlich, bebidas derramadas, un caos total.

Lo que más vergüenza me da, es haber muerto con ese horrible vestido azul; me hacía ver gorda, literalmente una mora caminando por la calle. Tan corto, que cuando trataron de salvarme presionando mi estómago una y otra vez, el vestido se levantó tanto que todos pudieron verme los calzones, qué pena.

La muerte es algo extraño. Y esque en realidad, no recuerdo haber muerto. Lo que sí recuerdo es llegar a casa de mis padres, varios días después del fatídico suceso, entrar y ver a mi pobre madre, preocupada, sentada en el comedor, en silencio, mirando fijamente una cajita de madera. Hasta que se sobresaltó con mi presencia.

“¡Mi niña! Qué bueno que llegaste, ven, siéntate”, me dijo tomándome de los hombros y sentándome en la silla de al lado, me dio también un vaso con agua natural. “¿Cómo te fue en el camino? ¿Estás cansada? Tan bonita mi niña”, decía mientras me acomodaba el cabello y lo pasaba por detrás de mis orejas.

“Sí mamá, todo bien”, respondía yo un poco apenada por las atenciones. “¿Pero qué pasa? ¿Por qué la urgencia?”.

“Es que mira”, y me mostró la cajita de madera que veía antes, la abrió y en su interior había una bolsita de terciopelo, y adentro de ésta, había cenizas.

“¿Qué tienen?, son cenizas”, dije.

“Pero, mira...”, metió los dedos a la bolsa, sacó un puño de cenizas que espolvoreó sobre su mano abierta. “Son azules”, dijo.

Era cierto. ¿Por qué no eran grises blanquecinas como todas las demás? Al tocarlas me di cuenta que eran de un azul metálico, galáctico, traslucido, espacial.

También puse cenizas en mi mano y por un instante sentí que me conecté con el universo. Estaba tocando mis propias cenizas, mi propio cuerpo calcinado a 980 grados Celsius, ¿Y aún estaba en este mundo? ¿Estaba viva y muerta al mismo tiempo? ¿Qué clase de bucle en el tiempo era este?

“Creo que están azules por la alimentación”, respondí a la ligera, porque no quería preocupar a mi mamá. Pero no se lo creyó y llamó a mi prima Miriam, la espiritista de la familia.

Miriam también examinó las cenizas con aires de doctora. “¿Eras vegana? No. ¿Vegetariana? No. ¿Antivacunas? No. ¿Tuviste Covid-19? No, tampoco”.

“Pues la verdad no sé, nunca había visto unas cenizas de muerto con este color”. Y siguió “Cuando te incineraron, te quitaron toda la ropa?”, preguntó, y las tres guardamos un silencio incomodo, nos miramos sin responder. Nadie sabía. Yo cerré los ojos recordando aquel horrible vestido, con el que morí.

“Mamá, no me digas que ni siquiera me quitaron el vestido, ¡qué horror!”, dije llevándome las manos a la cara.

“Ay mija pues no sé, la verdad, nunca se me había muerto una hija, yo no sé qué se hace, y a mí no me eches la culpa”.

“Que irresponsables en la funeraria, pero bueno, ese ya es otro asunto, yo creo que por eso las cenizas son azules, problema resuelto”. Dijo Miriam, y se tomó de un solo sorbo el té de menta que mi mamá le había servido antes de iniciar la conversación.

Ninguna de las tres sabía por qué mis cenizas tenían ese color. Físicamente es imposible que un cuerpo calcinado tenga otra coloración que no sea un gris blanquecino, pero ya no importaba, tal vez sólo era un pretexto creado en nuestra mente, para reunirnos de nuevo.

Después de aquella breve sesión de espiritismo, me quedé en mi antigua casa durante un par de meses; estuve en las fiestas patrias que siempre celebran en mi familia, también fui a algunos cumpleaños de mis primos y sobrinos, vi algunas películas con mis papás, jugué con mis perros, pero sabía que no podía quedarme mucho tiempo y que ese ya no era más mi espacio.

El problema es que mi mamá, agobiada por mi muerte repentina, impresionada por recibir las peculiares cenizas de mi cuerpo y sin saber qué hacer para sobrellevar los días, me llamó desesperada y yo acudí a ella, pero no tenía idea de cómo regresar.

Tenía que volver a ese plano divino o misterioso, como quieran llamarle, del que ahora yo formaba parte. Pero no sabía cómo.

Mi mamá y yo hablamos de eso.

“Pues es que sí te hablé, mijita, porque me preocuparon tus cenizas, pero ya me dijo tu tía Claudia que mientras las tenga aquí en la casa tú no vas a poder irte, y también quiero que descanses, mi chiquita. Además ya estoy más tranquila, me siento mejor”, me decía mientras me acariciaba la cara.

Entonces acordamos que me harían un altar de muertos, y que ahora sí, con mis cenizas puestas ahí como ofrenda, yo intentaría dar ese salto que me llevaría del otro lado.

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Para mí fue casi como una fiesta sorpresa. El 2 de noviembre bajé de mi cuarto y me encontré, al centro de la sala, un hermoso altar tapizado de cempasúchil, veladoras y papel picado. Cruces de sal, calaveritas de azúcar, pan de muerto, frutas y muchos de mis objetos personales; un labial, mi perfume favorito, y una bocina portátil en la que sonaban boleros de Eydie Gormé, es que siempre fui un alma vieja.

Ese día sí me despedí de todos mis familiares y amigos, que por alguna razón todavía podían verme. Comimos, bebimos, cantamos y bailamos. Al final de la noche, mi mamá salió de la cocina con una olla de barro entre las manos, había preparado un chocolate caliente, mi bebida favorita.

Lo puso al centro del altar, y de su mandil sacó la pequeña bolsita de terciopelo en la que mis cenizas seguían guardadas. Las vació suavemente en la bebida, meneó y meneó hasta que la mezcla se hizo azul y el polvo de mis huesos se convirtió en alimento.

Yo estaba a su lado, juntas frente al altar y el olor del chocolate entró en mi nariz de ánima y me evaporé.

Esa noche las dos dimos el gran salto que nos hacía falta, yo para volver al universo omnipresente del que ahora formo parte, y ella el salto para volver a la vida después de mi muerte.

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