/ jueves 6 de octubre de 2022

¿Separar al público de la obra?

Tinta para un Atabal

En el 2021 la directora, dramaturga, poeta y actriz española Angélica Liddell estrenó en la edición número 75 del Festival de Aviñón su espectáculo, Liebestod, basado en la figura de Juan Belmonte, el mítico matador de toros español, conocido como el padre de la tauromaquia moderna. Dicho espectáculo recibió una ovación de pie y fue muy bien acogido por la crítica, curiosamente en gran parte por el carácter contestatario y transgresor de la obra. No es gratuito que esta experiencia escénica gire en torno a un tema polémico, “el arte de la tauromaquia”, ese acto violentamente performático en el que se enfrentan un torero y un toro y que muchas veces tiene como fin la muerte del animal. Y digo que no es gratuito porque la obra de Liddell se ha desarrollado a partir de cuestionar y criticar muchas veces a la sociedad “naíf de lo correcto y de los derechos, que roza la idiocia (…) y que se dirige a ser prohibicionista, higiénica y puritana sin ninguna arista”. Según la artista, estamos “privando a lo humano de su parte negra, de su parte noche”. Todo esto fue mencionado en una entrevista que se le realizó en el periódico español El País a raíz del estreno de dicho montaje.

Creo justo tomar lo mencionado por la artista para comenzar a desarrollar el tema sobre el cual gira este texto: la “Cultura de la cancelación”, esa acción que el periodista Jonah Bromwich, en su artículo del New York Times, Everyone is canceled (Todos están cancelados), define como “retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital o incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideren inadmisibles, esto como consecuencia de determinados comentarios o acciones”. A manera personal, agregaría que dicha acción conlleva una cierta censura hacia los trabajos previos y futuros de las personas u organizaciones canceladas.

Tratando de aterrizar un poco más el tema, ¿qué significa verdaderamente cancelar a un artista? Bajo la lógica anteriormente mencionada, en resumen podríamos suponer que se trata de cerrar espacios de enunciación, atención, proyección y consumo de las obras y acciones que esta persona haya hecho o desee hacer, con el fin de que, al haber “fallado” en cumplir con los cánones sociales establecidos, no solamente reciba una especie de castigo sino que también pierda la plataforma que le permite compartir sus ideas a través de su arte. Pero ¿qué representa esto para la sociedad y para los artistas, cuando nos puede llevar a lugares sumamente moralistas y represivos, si se deja de lado la complejidad de la situación?

En este momento hago una salvedad que considero pertinente. Con esto no quiero decir que las acciones violentas, problemáticas e incorrectas deban ser aceptadas o solapadas o incluso que se deban permitir los discursos extremistas y violentos tan problemáticos en nuestra coyuntura actual, sino que mi deseo es cuestionar cómo, filosóficamente, querer eliminar todo aquello que a partir de nuestro marco de referencia es incorrecto, nos llevaría a perder en gran parte, nuestra propia naturaleza e incluso la posibilidad de crecimiento. Desde mi perspectiva, es necesario enfrentarse a estos dilemas éticos para que, de esta forma, se pueda avanzar o, en el peor de los casos, retroceder pero con la noción de que existe un entendimiento complejo de la situación y no solamente una censura y un silenciamiento que lo oculte y lo desaparezca.

Una de las grandes preguntas que se realizan en torno a este tema es si efectivamente podemos separar a la obra del artista, cuestionamiento que a mí no me invita a reflexionar sobre la situación en específico. Al tomar la obra de determinado creador o creadora, no estamos tomando a la persona autora per se sino a su creación y, como tal, esta posee un contexto determinado y una carga ideológica.

Es por esto mismo que me resulta interesante retomar la propuesta del filósofo Ernesto Castro quien sostiene que el meollo de la situación no se encuentra en separar a la obra del artista, sino separar al público de la obra.

Castro sostiene que al enfrentarnos a una experiencia artística como público, entramos en un dialogo directo con la obra y con su creador pero como nuestra experiencia se ve condicionada siempre por nuestro propio marco de referencia, hacemos una lectura personal e individual de la obra. Por ejemplo, si nuestro color favorito fuera el azul y viéramos una pintura que utilice de forma magistral las diferentes tonalidades del azul, nuestra experiencia, en relación con esa obra, sería muy diferente a la de una persona cuyo color favorito sea el rojo y con esto no me refiero a que una experiencia sea más valida que la otra, simplemente es lo que es.

Partiendo de esto, la persona que se posiciona como público se convierte en una especie de co-creador de esta obra al cargar la experiencia y lectura que hace con su bagaje y vivencias personales. Por lo tanto, si tomamos este supuesto, el hecho de pensar que podemos ser co-creadores de una obra junto a un autor “moralmente incorrecto” nos posiciona en un lugar de crisis y cuestionamiento, porque significa que estamos empatizando con las ideas de un artista que posee comportamientos o pensamientos que no calzan con nuestra moral y ética personal y ahí justamente es donde, luego de este proceso de reflexión, podemos separar a la obra del público. No estamos rechazando al creador como tal sino la posibilidad de que yo empatice con las ideas que pueden estar propuestas en la obra, y que a partir de mi experiencia yo también quiera subrayar por sobre el resto de la propuesta artística.

En este sentido el diálogo entra en un terreno mucho más fértil porque nos hace cuestionarnos a nosotros mismos y no delegar la responsabilidad solamente en el artista. Nos permite ver la luz y la oscuridad del ser humano y la complejidad de nuestras acciones y pensamientos, comprender que el arte no es solamente un acto que viene de la bondad y lo bello, sino que también puede nacer de lugares muy oscuros e incómodos pero que aun así sigue siendo el reflejo de nuestra propia complejidad. No podemos, por más que lo intentemos, desterrar a nuestros propios demonios, por lo tanto, el arte siempre será el reflejo de nuestra propia condición humana con todas sus aristas.

En el 2021 la directora, dramaturga, poeta y actriz española Angélica Liddell estrenó en la edición número 75 del Festival de Aviñón su espectáculo, Liebestod, basado en la figura de Juan Belmonte, el mítico matador de toros español, conocido como el padre de la tauromaquia moderna. Dicho espectáculo recibió una ovación de pie y fue muy bien acogido por la crítica, curiosamente en gran parte por el carácter contestatario y transgresor de la obra. No es gratuito que esta experiencia escénica gire en torno a un tema polémico, “el arte de la tauromaquia”, ese acto violentamente performático en el que se enfrentan un torero y un toro y que muchas veces tiene como fin la muerte del animal. Y digo que no es gratuito porque la obra de Liddell se ha desarrollado a partir de cuestionar y criticar muchas veces a la sociedad “naíf de lo correcto y de los derechos, que roza la idiocia (…) y que se dirige a ser prohibicionista, higiénica y puritana sin ninguna arista”. Según la artista, estamos “privando a lo humano de su parte negra, de su parte noche”. Todo esto fue mencionado en una entrevista que se le realizó en el periódico español El País a raíz del estreno de dicho montaje.

Creo justo tomar lo mencionado por la artista para comenzar a desarrollar el tema sobre el cual gira este texto: la “Cultura de la cancelación”, esa acción que el periodista Jonah Bromwich, en su artículo del New York Times, Everyone is canceled (Todos están cancelados), define como “retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital o incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideren inadmisibles, esto como consecuencia de determinados comentarios o acciones”. A manera personal, agregaría que dicha acción conlleva una cierta censura hacia los trabajos previos y futuros de las personas u organizaciones canceladas.

Tratando de aterrizar un poco más el tema, ¿qué significa verdaderamente cancelar a un artista? Bajo la lógica anteriormente mencionada, en resumen podríamos suponer que se trata de cerrar espacios de enunciación, atención, proyección y consumo de las obras y acciones que esta persona haya hecho o desee hacer, con el fin de que, al haber “fallado” en cumplir con los cánones sociales establecidos, no solamente reciba una especie de castigo sino que también pierda la plataforma que le permite compartir sus ideas a través de su arte. Pero ¿qué representa esto para la sociedad y para los artistas, cuando nos puede llevar a lugares sumamente moralistas y represivos, si se deja de lado la complejidad de la situación?

En este momento hago una salvedad que considero pertinente. Con esto no quiero decir que las acciones violentas, problemáticas e incorrectas deban ser aceptadas o solapadas o incluso que se deban permitir los discursos extremistas y violentos tan problemáticos en nuestra coyuntura actual, sino que mi deseo es cuestionar cómo, filosóficamente, querer eliminar todo aquello que a partir de nuestro marco de referencia es incorrecto, nos llevaría a perder en gran parte, nuestra propia naturaleza e incluso la posibilidad de crecimiento. Desde mi perspectiva, es necesario enfrentarse a estos dilemas éticos para que, de esta forma, se pueda avanzar o, en el peor de los casos, retroceder pero con la noción de que existe un entendimiento complejo de la situación y no solamente una censura y un silenciamiento que lo oculte y lo desaparezca.

Una de las grandes preguntas que se realizan en torno a este tema es si efectivamente podemos separar a la obra del artista, cuestionamiento que a mí no me invita a reflexionar sobre la situación en específico. Al tomar la obra de determinado creador o creadora, no estamos tomando a la persona autora per se sino a su creación y, como tal, esta posee un contexto determinado y una carga ideológica.

Es por esto mismo que me resulta interesante retomar la propuesta del filósofo Ernesto Castro quien sostiene que el meollo de la situación no se encuentra en separar a la obra del artista, sino separar al público de la obra.

Castro sostiene que al enfrentarnos a una experiencia artística como público, entramos en un dialogo directo con la obra y con su creador pero como nuestra experiencia se ve condicionada siempre por nuestro propio marco de referencia, hacemos una lectura personal e individual de la obra. Por ejemplo, si nuestro color favorito fuera el azul y viéramos una pintura que utilice de forma magistral las diferentes tonalidades del azul, nuestra experiencia, en relación con esa obra, sería muy diferente a la de una persona cuyo color favorito sea el rojo y con esto no me refiero a que una experiencia sea más valida que la otra, simplemente es lo que es.

Partiendo de esto, la persona que se posiciona como público se convierte en una especie de co-creador de esta obra al cargar la experiencia y lectura que hace con su bagaje y vivencias personales. Por lo tanto, si tomamos este supuesto, el hecho de pensar que podemos ser co-creadores de una obra junto a un autor “moralmente incorrecto” nos posiciona en un lugar de crisis y cuestionamiento, porque significa que estamos empatizando con las ideas de un artista que posee comportamientos o pensamientos que no calzan con nuestra moral y ética personal y ahí justamente es donde, luego de este proceso de reflexión, podemos separar a la obra del público. No estamos rechazando al creador como tal sino la posibilidad de que yo empatice con las ideas que pueden estar propuestas en la obra, y que a partir de mi experiencia yo también quiera subrayar por sobre el resto de la propuesta artística.

En este sentido el diálogo entra en un terreno mucho más fértil porque nos hace cuestionarnos a nosotros mismos y no delegar la responsabilidad solamente en el artista. Nos permite ver la luz y la oscuridad del ser humano y la complejidad de nuestras acciones y pensamientos, comprender que el arte no es solamente un acto que viene de la bondad y lo bello, sino que también puede nacer de lugares muy oscuros e incómodos pero que aun así sigue siendo el reflejo de nuestra propia complejidad. No podemos, por más que lo intentemos, desterrar a nuestros propios demonios, por lo tanto, el arte siempre será el reflejo de nuestra propia condición humana con todas sus aristas.

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