/ domingo 1 de abril de 2018

Aquí Querétaro

Aquel mono araña, al que necesariamente le decíamos “chango”, salía del balcón de la señorial casona queretana y se colgaba, con brazos y cola, de los cables que se sostenían de los postes de madera oscura de un centro histórico menos concurrido. Por entonces, desde luego, no se habían hecho aún trabajos de cableado subterráneo y Querétaro distaba mucho de ser el destino turístico que hoy es.

Recuerdo que yo miraba a aquel chango desde la puerta de la zapatería “La Lutecia”, donde pasaba buena parte de las tardes con mis amigos los Candelas, entre bromas de quien ve la vida siempre por delante y la observación de aquellos transeúntes de una calle que había estrenado, no hacía mucho, su calidad peatonal.

El mono pasaba sus días, como digo, en el alto balcón de la casona, situada en la esquina de Cinco de Mayo y Vergara, cuando ésta aún era una vivienda de algún rancio queretano y no se convertía en heladería y restaurante italiano. Seguramente, los propietarios del inmueble lo tenían de mascota, en tiempos en los que los protectores de animales no pintaban, acaso ni existían, en el mundo.

Y el chango no parecía pasarla mal. Cuando se aburría de mirar la calle desde el medio enrejado del balcón, pegaba un brinco hasta el cable más cercano, y luego de ahí al otro, utilizando sus delgados brazos y su larga cola, de la que se colgaba a ratos, lo mismo que de alguna extremidad, por larguísimos minutos, dejando pasar el tiempo, la vida, como lo hacíamos los Candelas y yo en La Lutecia.

Era un chango parecido a “Whisky”, el popular mono araña de los Aubert, quien en el árbol del pequeño jardín de la casa de Avenida del 57 e Ignacio Pérez, representaba una atracción cotidiana para los niños, y también los mayores, del Querétaro de ayer. Sólo que éste, el de Cinco de Mayo, era más pequeño y casi me atrevo a sostener que de pelaje aún más negro.

Como una visión vino aquel chango a mi mente ante el sorprendente relato del mono capuchino que apareció en libertad, de la nada, en selecta colonia de la capital del país. Este chango, acaso salido de alguna de las casonas de la zona, vino a pasearse por las tupidas copas de los árboles, como lo hacía aquel mono en los cables del tranquilo centro histórico queretano de los setenta. Sólo que éste se metió a la residencia oficial de la embajada norteamericana y el incidente tomó visos mayúsculos.

Por horas y días, especialistas trataron de dormir al mono capuchino de las Lomas de Chapultepec, sin lograr el propósito, hasta que, como llegó, el asustado chango despareció en la nada, acaso porque dio de nueva cuenta con los jardines particulares de los que había salido.

Nunca supe que fue de aquel mono del balcón de la casona queretana de Cinco de Mayo y Vergara. Sin darse a notar, dejó de colgarse de los cables citadinos, como La Lutecia dejó de ser zapatería, Héctor Candelas se fue a vivir a Inglaterra, y yo como él, empecé a hacerme viejo hasta descubrir que, cual chango sin cables de los que colgarse, me quedan mucho menos tiempo por perder.

Aquel mono araña, al que necesariamente le decíamos “chango”, salía del balcón de la señorial casona queretana y se colgaba, con brazos y cola, de los cables que se sostenían de los postes de madera oscura de un centro histórico menos concurrido. Por entonces, desde luego, no se habían hecho aún trabajos de cableado subterráneo y Querétaro distaba mucho de ser el destino turístico que hoy es.

Recuerdo que yo miraba a aquel chango desde la puerta de la zapatería “La Lutecia”, donde pasaba buena parte de las tardes con mis amigos los Candelas, entre bromas de quien ve la vida siempre por delante y la observación de aquellos transeúntes de una calle que había estrenado, no hacía mucho, su calidad peatonal.

El mono pasaba sus días, como digo, en el alto balcón de la casona, situada en la esquina de Cinco de Mayo y Vergara, cuando ésta aún era una vivienda de algún rancio queretano y no se convertía en heladería y restaurante italiano. Seguramente, los propietarios del inmueble lo tenían de mascota, en tiempos en los que los protectores de animales no pintaban, acaso ni existían, en el mundo.

Y el chango no parecía pasarla mal. Cuando se aburría de mirar la calle desde el medio enrejado del balcón, pegaba un brinco hasta el cable más cercano, y luego de ahí al otro, utilizando sus delgados brazos y su larga cola, de la que se colgaba a ratos, lo mismo que de alguna extremidad, por larguísimos minutos, dejando pasar el tiempo, la vida, como lo hacíamos los Candelas y yo en La Lutecia.

Era un chango parecido a “Whisky”, el popular mono araña de los Aubert, quien en el árbol del pequeño jardín de la casa de Avenida del 57 e Ignacio Pérez, representaba una atracción cotidiana para los niños, y también los mayores, del Querétaro de ayer. Sólo que éste, el de Cinco de Mayo, era más pequeño y casi me atrevo a sostener que de pelaje aún más negro.

Como una visión vino aquel chango a mi mente ante el sorprendente relato del mono capuchino que apareció en libertad, de la nada, en selecta colonia de la capital del país. Este chango, acaso salido de alguna de las casonas de la zona, vino a pasearse por las tupidas copas de los árboles, como lo hacía aquel mono en los cables del tranquilo centro histórico queretano de los setenta. Sólo que éste se metió a la residencia oficial de la embajada norteamericana y el incidente tomó visos mayúsculos.

Por horas y días, especialistas trataron de dormir al mono capuchino de las Lomas de Chapultepec, sin lograr el propósito, hasta que, como llegó, el asustado chango despareció en la nada, acaso porque dio de nueva cuenta con los jardines particulares de los que había salido.

Nunca supe que fue de aquel mono del balcón de la casona queretana de Cinco de Mayo y Vergara. Sin darse a notar, dejó de colgarse de los cables citadinos, como La Lutecia dejó de ser zapatería, Héctor Candelas se fue a vivir a Inglaterra, y yo como él, empecé a hacerme viejo hasta descubrir que, cual chango sin cables de los que colgarse, me quedan mucho menos tiempo por perder.