/ domingo 8 de abril de 2018

Aquí Querétaro

No sé por qué mi padre lo había bautizado con aquel nombre ridículo, tan ajeno a su naturaleza.

“Floro”, que así era el nombre decidido por mi padre para señalarlo, era un Pit Bull que había llegado hasta casa de mis padres de pronto, cansado, herido y aparentemente sin ilusiones. Debo reconocer que no era un Pit Bull puro, pues sus características físicas delataban una ascendencia mas bien popular; era, para ser más precisos, un Pit Bull cruzado con “de la calle”.

Cuando llegó de la nada y empezó a ser alimentado en la casa familiar, el paso del tiempo no le era ajeno, y su cuerpo, plagado de múltiples y perennes cicatrices, daba cuenta de una vida difícil en la que las peleas habían sido cotidianas. Mi padre decía que muy seguramente se trataba de uno de esos perros entrenados para competir en peleas clandestinas, y me parece que su opinión no estaba del todo alejada de la realidad.

El caso es que Floro firmó con mi padre un convenio de convivencia basado en sus antecedentes de vida: comería en casa, dormiría ahí las más de las veces, pero tendría siempre derecho de picaporte hacia esa calle de la que había llegado de pronto. A cambio, se convirtió en un fiel guardián de mi progenitor, cuidándole los pasos, torpes ya por la ceguera, acompañándolo en el descanso vespertino, y defendiéndolo de cualquier peligro que le acechara. Desde su llegada, para Floro no hubo más “amo”, o más “dueño”, que mi padre.

Jamás vi a Floro condescender con algún intento de arrumaco, con alguna palabra dulce, con algún inútil intento de acercamiento; nunca concesionar un mínimo movimiento de rabo, un resquicio de algo que pareciera una muestra de afecto. Era un perro flemático y silencioso, siempre atento a la seguridad de su amo, mientras permaneciera en ese entorno hogareño.

Y salía, sí, siempre, todos los días, a recorrer las calles de la colonia, ahuyentado a otros canes, soportando sin chistar los intentos de agresión y el genuino resquemor de quienes se topaban con él a su paso. Tras una desaparición de varios días, mi padre lo encontró por el Seguro Social, y hasta allá fuimos a recogerlo en un coche al que se subió sin recelo.

El momento que recuerdo con más precisión de mi relación, fría pero respetuosa, con Floro, fue aquella tarde en la que mi padre me llamó para pedirme llevarlo al veterinario, pues había regresado a casa con una mano totalmente rota, seguramente porque había sido atropellado. Nunca olvidaré a aquel perro, condenado por la gente y por su raza a ser considerado peligroso, recostado en la plancha de operaciones, resistiendo la manipulación de su extremidad quebrada para colocarle el yeso de rigor. Ni una queja siquiera; ni un intento fugaz de agresión, como si supiera perfectamente que aquello era por su bien, y que quienes lo sosteníamos en realidad lo estábamos ayudando.

No pude dejar de recordar a Floro tras la noticia de que un Pit Bull había agredido a siete niños en la explanada de la delegación Iztacalco, en la Ciudad de México, y que tras el hecho había sido aprendido, amarrado y llevado a la perrera, donde se esperaba inútilmente la llegada de su dueño antes de sacrificarlo.

Al momento de la agresión canina, el perro tenía enfundado un suéter, en días de calor agobiante, y cruzaba por una zona donde una fuente saltarina soltaba, desde el piso, borbotones inesperados de agua, mientras la chiquillería corría y gritaba desaforadamente a su alrededor. Condiciones todas que, creo, alimentaron la desesperación del animal.

Seguramente el dueño del Pit Bull no aparecerá, pues tendría que afrontar los gastos que el ataque ocasionó, y no veo que alguien que es capaz de colocarle un suéter a un perro cuando la temperatura roza los treinta grados, lo sea de enfrentar con dignidad y respeto una responsabilidad.

Lamento que un perro como el de Iztacalco no haya tenido la oportunidad de encontrarse con alguien como mi padre. Lamento que no haya tenido la ocasión de firmar un convenio de convivencia como el que Floro signó un día, dejando a un lado el estigma de su raza y ganándose el derecho a morir de viejo y ser enterrado en el jardín de un hogar.

No sé por qué mi padre lo había bautizado con aquel nombre ridículo, tan ajeno a su naturaleza.

“Floro”, que así era el nombre decidido por mi padre para señalarlo, era un Pit Bull que había llegado hasta casa de mis padres de pronto, cansado, herido y aparentemente sin ilusiones. Debo reconocer que no era un Pit Bull puro, pues sus características físicas delataban una ascendencia mas bien popular; era, para ser más precisos, un Pit Bull cruzado con “de la calle”.

Cuando llegó de la nada y empezó a ser alimentado en la casa familiar, el paso del tiempo no le era ajeno, y su cuerpo, plagado de múltiples y perennes cicatrices, daba cuenta de una vida difícil en la que las peleas habían sido cotidianas. Mi padre decía que muy seguramente se trataba de uno de esos perros entrenados para competir en peleas clandestinas, y me parece que su opinión no estaba del todo alejada de la realidad.

El caso es que Floro firmó con mi padre un convenio de convivencia basado en sus antecedentes de vida: comería en casa, dormiría ahí las más de las veces, pero tendría siempre derecho de picaporte hacia esa calle de la que había llegado de pronto. A cambio, se convirtió en un fiel guardián de mi progenitor, cuidándole los pasos, torpes ya por la ceguera, acompañándolo en el descanso vespertino, y defendiéndolo de cualquier peligro que le acechara. Desde su llegada, para Floro no hubo más “amo”, o más “dueño”, que mi padre.

Jamás vi a Floro condescender con algún intento de arrumaco, con alguna palabra dulce, con algún inútil intento de acercamiento; nunca concesionar un mínimo movimiento de rabo, un resquicio de algo que pareciera una muestra de afecto. Era un perro flemático y silencioso, siempre atento a la seguridad de su amo, mientras permaneciera en ese entorno hogareño.

Y salía, sí, siempre, todos los días, a recorrer las calles de la colonia, ahuyentado a otros canes, soportando sin chistar los intentos de agresión y el genuino resquemor de quienes se topaban con él a su paso. Tras una desaparición de varios días, mi padre lo encontró por el Seguro Social, y hasta allá fuimos a recogerlo en un coche al que se subió sin recelo.

El momento que recuerdo con más precisión de mi relación, fría pero respetuosa, con Floro, fue aquella tarde en la que mi padre me llamó para pedirme llevarlo al veterinario, pues había regresado a casa con una mano totalmente rota, seguramente porque había sido atropellado. Nunca olvidaré a aquel perro, condenado por la gente y por su raza a ser considerado peligroso, recostado en la plancha de operaciones, resistiendo la manipulación de su extremidad quebrada para colocarle el yeso de rigor. Ni una queja siquiera; ni un intento fugaz de agresión, como si supiera perfectamente que aquello era por su bien, y que quienes lo sosteníamos en realidad lo estábamos ayudando.

No pude dejar de recordar a Floro tras la noticia de que un Pit Bull había agredido a siete niños en la explanada de la delegación Iztacalco, en la Ciudad de México, y que tras el hecho había sido aprendido, amarrado y llevado a la perrera, donde se esperaba inútilmente la llegada de su dueño antes de sacrificarlo.

Al momento de la agresión canina, el perro tenía enfundado un suéter, en días de calor agobiante, y cruzaba por una zona donde una fuente saltarina soltaba, desde el piso, borbotones inesperados de agua, mientras la chiquillería corría y gritaba desaforadamente a su alrededor. Condiciones todas que, creo, alimentaron la desesperación del animal.

Seguramente el dueño del Pit Bull no aparecerá, pues tendría que afrontar los gastos que el ataque ocasionó, y no veo que alguien que es capaz de colocarle un suéter a un perro cuando la temperatura roza los treinta grados, lo sea de enfrentar con dignidad y respeto una responsabilidad.

Lamento que un perro como el de Iztacalco no haya tenido la oportunidad de encontrarse con alguien como mi padre. Lamento que no haya tenido la ocasión de firmar un convenio de convivencia como el que Floro signó un día, dejando a un lado el estigma de su raza y ganándose el derecho a morir de viejo y ser enterrado en el jardín de un hogar.