/ domingo 30 de septiembre de 2018

Aquí Querétaro

¿Qué se dicen, de qué hablan, los políticos de alto rango en sus reuniones privadas? Realmente, ¿qué es lo que tratan? ¿Qué tanto logra asomarse la crudeza por entre las rendijas que le deja la imprescindible diplomacia política? Cuando se encuentran dos detentadores de poder, frente a frente y en la intimidad de una oficina o de un reservado salón de restaurante, ¿mantendrán la distancia y la prudencia, o se dirán esa “neta” que les corroe las entrañas?

Supongo que tendrá que ver, como todo en la vida, con la personalidad de los personajes en cuestión. Supongo, tan sólo por referencias y supuestos, que Rafael Camacho Guzmán habrá dicho las cosas con la brusquedad que incluso le caracterizaba en público, y que Enrique Burgos García mantendría siempre la caballerosidad que le distingue. Pero simplemente supongo.

Lo digo porque todos, o casi todos, tenemos la curiosidad de saber que se dijeron, en la oscuridad de una oficina de la casa que habitaran, en su tiempo, don Miguel Domínguez y su esposa doña Josefa, Andrés Manuel López Obrador y Francisco Domínguez Servién. Todo por esa morbosa, y tan queretana, necesidad de averiguar en la vida más escondida de los demás, tan solo por saberlo, aunque ello no modifique la historia.

Imagino, dados los antecedentes de los protagonistas, que esa conversación no estaría ajena a su personalidad. Cuesta mucho trabajo pensar que, protocolariamente, externaran puntos de vista ajustados a los cánones políticos, y sobre todo, sujetos a las normas más acusadas de la retórica, la sintaxis y aún la semántica; antes bien, los imagino en una coloquial charla, independientemente de su fondo, al más puro estilo del Peje y de Pancho.

Y lo que dijeron, lo que realmente dijeron, me temo que no lo sabremos nunca a plenitud, y tendremos que conformarnos con las declaraciones oficiales, por un lado, y los dudosos trascendidos por el otro.

Ante tal hecho, acaso sólo me queda, a manera de consuelo, recordar aquellos momentos en que personalmente presencié conversaciones entre personajes. De los involucrados, tres han ya fallecido:

Cuando yo era un inexperto y tímido estudiante del segundo año de Derecho, el eminente, y bien recordado, abogado, Carlos García Michaus, me invitó a hacer prácticas en su despacho. Me distinguió entonces con el inmerecido privilegio de acompañarlo a los juzgados, y de compartirme los entretelares de los casos civiles que llevaba con brillantez. Una mañana, caminaba junto a él por las instalaciones del Poder Judicial, y justo al pasar frente a la oficina del Presidente del Tribunal Superior de Justicia, se oyó la inconfundible voz de quien ocupaba ese cargo, el también ilustre abogado Fernando Díaz Ramírez.

“Carlos”, le dijo, “pasa, que tengo algo que comentarte”. Y Carlos García Michaus se dirigió a mí, con suavidad y contundencia a la vez: “Acompáñeme licenciado”. Y ahí voy a sentarme en uno de aquellos mullidos y negros sillones junto a las dos eminencias.

Díaz Ramírez empezó a recriminar a García Michaus las acciones que éste había tomado en un juicio que llevaba en contra de su hijo Fernando Díaz Pérez Retana, y le dejó claro, tan claro que hasta yo lo entendí, que en realidad estaba litigando contra él. Sin perder la calma, García Michaus, que trataba de usted y de licenciado al Presidente del Tribunal, le explicó cómo un error de su contraparte había propiciado que él aprovechara, en autos, las circunstancias. El Chayote, como le decían al maestro Díaz, enrojeció; se llevó las dos manos a la cabeza, se restregó la corta cabellera blanca en una acción muy característica de él y espetó a los cuatro vientos: “¡¿Cuándo aprenderá a ser abogado este pendejo?!”

Muchos años más tarde, ocupando el cargo de Coordinador del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, el entonces gobernador, Ignacio Loyola, me invitó a comer con don Miguel de la Madrid, que había ya dejado el cargo de Presidente de la República, se desempeñaba como Director del Fondo de Cultura Económica y había venido a firmar un convenio de colaboración con el gobierno estatal. La comida se desarrolló en un bello salón de la planta alta de la Casa de la Marquesa, y a la mesa sólo estábamos los tres.

Miguel de la Madrid, ese mismo que vimos tantas veces en su carácter de titular del Poder Ejecutivo, el de la sobriedad en el rosto y la postura, el de los duros acontecimientos del terremoto del 85, resultó ser, en la confianza de la intimidad, un hombre con un acusado sentido del humor. Durante toda la comida, y aún en la breve sobremesa, profirió una abundante descarga de chistes, muchos de ellos colorados, que nos hicieron reír intensa y abiertamente a los presentes. Aún recuerdo alguno, pero no lo puedo contar en estas páginas.

Son las cosas que pueden suceder, las conversaciones que se pueden dar, en la intimidad. Esa que sólo imaginamos, que muchas veces inventamos y que casi siempre ignoraremos. Esa que se dio, el pasado viernes, en alguna oficina del Palacio de Gobierno queretano entre un Presidente de la República Electo y un Gobernador del Estado, o mejor aún, entre el Peje y Pancho.

ACOTACIÓN AL MARGEN

En un hecho inédito en las últimas décadas, todo parece indicar que, a partir de mañana lunes, nuestro Municipio será gobernado por un Concejo de Gobierno Municipal.

No, no nos vamos a aburrir.

¿Qué se dicen, de qué hablan, los políticos de alto rango en sus reuniones privadas? Realmente, ¿qué es lo que tratan? ¿Qué tanto logra asomarse la crudeza por entre las rendijas que le deja la imprescindible diplomacia política? Cuando se encuentran dos detentadores de poder, frente a frente y en la intimidad de una oficina o de un reservado salón de restaurante, ¿mantendrán la distancia y la prudencia, o se dirán esa “neta” que les corroe las entrañas?

Supongo que tendrá que ver, como todo en la vida, con la personalidad de los personajes en cuestión. Supongo, tan sólo por referencias y supuestos, que Rafael Camacho Guzmán habrá dicho las cosas con la brusquedad que incluso le caracterizaba en público, y que Enrique Burgos García mantendría siempre la caballerosidad que le distingue. Pero simplemente supongo.

Lo digo porque todos, o casi todos, tenemos la curiosidad de saber que se dijeron, en la oscuridad de una oficina de la casa que habitaran, en su tiempo, don Miguel Domínguez y su esposa doña Josefa, Andrés Manuel López Obrador y Francisco Domínguez Servién. Todo por esa morbosa, y tan queretana, necesidad de averiguar en la vida más escondida de los demás, tan solo por saberlo, aunque ello no modifique la historia.

Imagino, dados los antecedentes de los protagonistas, que esa conversación no estaría ajena a su personalidad. Cuesta mucho trabajo pensar que, protocolariamente, externaran puntos de vista ajustados a los cánones políticos, y sobre todo, sujetos a las normas más acusadas de la retórica, la sintaxis y aún la semántica; antes bien, los imagino en una coloquial charla, independientemente de su fondo, al más puro estilo del Peje y de Pancho.

Y lo que dijeron, lo que realmente dijeron, me temo que no lo sabremos nunca a plenitud, y tendremos que conformarnos con las declaraciones oficiales, por un lado, y los dudosos trascendidos por el otro.

Ante tal hecho, acaso sólo me queda, a manera de consuelo, recordar aquellos momentos en que personalmente presencié conversaciones entre personajes. De los involucrados, tres han ya fallecido:

Cuando yo era un inexperto y tímido estudiante del segundo año de Derecho, el eminente, y bien recordado, abogado, Carlos García Michaus, me invitó a hacer prácticas en su despacho. Me distinguió entonces con el inmerecido privilegio de acompañarlo a los juzgados, y de compartirme los entretelares de los casos civiles que llevaba con brillantez. Una mañana, caminaba junto a él por las instalaciones del Poder Judicial, y justo al pasar frente a la oficina del Presidente del Tribunal Superior de Justicia, se oyó la inconfundible voz de quien ocupaba ese cargo, el también ilustre abogado Fernando Díaz Ramírez.

“Carlos”, le dijo, “pasa, que tengo algo que comentarte”. Y Carlos García Michaus se dirigió a mí, con suavidad y contundencia a la vez: “Acompáñeme licenciado”. Y ahí voy a sentarme en uno de aquellos mullidos y negros sillones junto a las dos eminencias.

Díaz Ramírez empezó a recriminar a García Michaus las acciones que éste había tomado en un juicio que llevaba en contra de su hijo Fernando Díaz Pérez Retana, y le dejó claro, tan claro que hasta yo lo entendí, que en realidad estaba litigando contra él. Sin perder la calma, García Michaus, que trataba de usted y de licenciado al Presidente del Tribunal, le explicó cómo un error de su contraparte había propiciado que él aprovechara, en autos, las circunstancias. El Chayote, como le decían al maestro Díaz, enrojeció; se llevó las dos manos a la cabeza, se restregó la corta cabellera blanca en una acción muy característica de él y espetó a los cuatro vientos: “¡¿Cuándo aprenderá a ser abogado este pendejo?!”

Muchos años más tarde, ocupando el cargo de Coordinador del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, el entonces gobernador, Ignacio Loyola, me invitó a comer con don Miguel de la Madrid, que había ya dejado el cargo de Presidente de la República, se desempeñaba como Director del Fondo de Cultura Económica y había venido a firmar un convenio de colaboración con el gobierno estatal. La comida se desarrolló en un bello salón de la planta alta de la Casa de la Marquesa, y a la mesa sólo estábamos los tres.

Miguel de la Madrid, ese mismo que vimos tantas veces en su carácter de titular del Poder Ejecutivo, el de la sobriedad en el rosto y la postura, el de los duros acontecimientos del terremoto del 85, resultó ser, en la confianza de la intimidad, un hombre con un acusado sentido del humor. Durante toda la comida, y aún en la breve sobremesa, profirió una abundante descarga de chistes, muchos de ellos colorados, que nos hicieron reír intensa y abiertamente a los presentes. Aún recuerdo alguno, pero no lo puedo contar en estas páginas.

Son las cosas que pueden suceder, las conversaciones que se pueden dar, en la intimidad. Esa que sólo imaginamos, que muchas veces inventamos y que casi siempre ignoraremos. Esa que se dio, el pasado viernes, en alguna oficina del Palacio de Gobierno queretano entre un Presidente de la República Electo y un Gobernador del Estado, o mejor aún, entre el Peje y Pancho.

ACOTACIÓN AL MARGEN

En un hecho inédito en las últimas décadas, todo parece indicar que, a partir de mañana lunes, nuestro Municipio será gobernado por un Concejo de Gobierno Municipal.

No, no nos vamos a aburrir.