/ domingo 3 de febrero de 2019

Aquí Querétaro

Mi padre nació en una pequeña aldea junto a un río plagado de truchas y salmones, y por tanto, siempre vivió con el ronronear constante del paso del agua entre las piedras. Quizá por ello mi sensación más cercana de felicidad es estar recostado, en la oscuridad de la noche, mientras escucho de fondo ese rezo constante que significa el paso de esa agua venida de las alturas, buscando la salida al océano. Quizá por ese anhelo de felicidad, acaso imposible, hoy reflexiono sobe los sonidos y el silencio.

De niño viví con el sonido constante de las máquinas de la harinera donde estaba instalada mi casa, y recuerdo con precisión el silencio profundo de los domingos, día de descanso de los trabajadores del molino, cuando las máquinas paraban y todo se volvía más claro, más ausente de ruido, como si, de pronto, amaneciéramos en un paraje despoblado y lejano. Quizá por eso disfruto tanto del campo y aprecio la inestimable bondad de los silencios.

Crecí en Querétaro en tiempos tranquilos, donde las campanas de los templos llamaban a misa y, de paso, nos daban a conocer la hora del día y de la noche; en una ciudad donde los pregones de los vendedores, las campanitas del paletero, el choque de metales del camión de la basura, el golpeteo de tanques de los distribuidores de gas y el violento silbar del camotero, se reproducían con constancia. Quizá por ello creo en el significado de los sonidos.

Con la vida, he aprendido a distinguir el canto de algunas aves, desde el fuerte graznido de las hurracas, a las suaves melodías de los más pequeños; desde el escándalo de los gansos, a la algarabía de los pericos en algunos árboles del Cerro de las Campanas y del Campestre. Quizá por eso he encontrado en la diversidad de los sonidos la certeza de que, pese a todo, la vida sigue.

La ciudad, sin embargo, ya no es la misma. Ya no pregona el Chamula las ofertas de “La Luz del Día”, los paleteros se han extinguido y la concesionada recolección de basura ya no anuncia su llegada en horario nocturno. Las camionetas repartidoras de gas LP se presentan con una melodía insoportable, las campanadas se ahogan entre el ruido de los motores y los cláxones, y a los pájaros hay que esforzarse un poco para oírlos entre los batallares y el hartazgo de la cotidianidad. Quizá por eso valoro tanto el silencio y se acrecienta en mi alma la ilusión de dormir con el ronroneo de un río de fondo.

O quizá todos estos recuerdos y reflexiones simplemente se deban a ese grosero altavoz que se ha instalado en una banqueta frente a mi oficina para promocionar telefonía celular y televisión por cable. Quizá a esa estúpida y malísima música que, soez, ha lastimado mis oídos por horas; a ese gangoso locutor que ensalza las bondades de un servicio a berridos; a esas edecanes tercermundistas que reparten burdos panfletos efímeros, destinados al bote de basura más cercano, o lo que es peor, al piso más inminente.

Junto con las bocinas de los autobuses de Qrobus, este tipo de campañas deberían estar prohibidas en una ciudad como la nuestra, pues atentan contra la tranquilidad, la paz, la concordia y el buen gusto. Vulneran también la libre circulación peatonal y alientan la desesperación de quienes no tienen otro remedio que escuchar, hasta el cansancio, “gente bonita de este lugar, acérquense”, “olvídese de su mal servicio de internet”, con un bodrio musical de fondo.

Sí, quizá sea por eso que hoy valoro aún más el silencio. Que anhelo el ronronear del río, la llamada a misa, el parloteo de los pericos, y aquel pregón que, en los alrededores del mercado, marcó mi infancia: “Pescado fresco de Veracruuuuuuz”.

Mi padre nació en una pequeña aldea junto a un río plagado de truchas y salmones, y por tanto, siempre vivió con el ronronear constante del paso del agua entre las piedras. Quizá por ello mi sensación más cercana de felicidad es estar recostado, en la oscuridad de la noche, mientras escucho de fondo ese rezo constante que significa el paso de esa agua venida de las alturas, buscando la salida al océano. Quizá por ese anhelo de felicidad, acaso imposible, hoy reflexiono sobe los sonidos y el silencio.

De niño viví con el sonido constante de las máquinas de la harinera donde estaba instalada mi casa, y recuerdo con precisión el silencio profundo de los domingos, día de descanso de los trabajadores del molino, cuando las máquinas paraban y todo se volvía más claro, más ausente de ruido, como si, de pronto, amaneciéramos en un paraje despoblado y lejano. Quizá por eso disfruto tanto del campo y aprecio la inestimable bondad de los silencios.

Crecí en Querétaro en tiempos tranquilos, donde las campanas de los templos llamaban a misa y, de paso, nos daban a conocer la hora del día y de la noche; en una ciudad donde los pregones de los vendedores, las campanitas del paletero, el choque de metales del camión de la basura, el golpeteo de tanques de los distribuidores de gas y el violento silbar del camotero, se reproducían con constancia. Quizá por ello creo en el significado de los sonidos.

Con la vida, he aprendido a distinguir el canto de algunas aves, desde el fuerte graznido de las hurracas, a las suaves melodías de los más pequeños; desde el escándalo de los gansos, a la algarabía de los pericos en algunos árboles del Cerro de las Campanas y del Campestre. Quizá por eso he encontrado en la diversidad de los sonidos la certeza de que, pese a todo, la vida sigue.

La ciudad, sin embargo, ya no es la misma. Ya no pregona el Chamula las ofertas de “La Luz del Día”, los paleteros se han extinguido y la concesionada recolección de basura ya no anuncia su llegada en horario nocturno. Las camionetas repartidoras de gas LP se presentan con una melodía insoportable, las campanadas se ahogan entre el ruido de los motores y los cláxones, y a los pájaros hay que esforzarse un poco para oírlos entre los batallares y el hartazgo de la cotidianidad. Quizá por eso valoro tanto el silencio y se acrecienta en mi alma la ilusión de dormir con el ronroneo de un río de fondo.

O quizá todos estos recuerdos y reflexiones simplemente se deban a ese grosero altavoz que se ha instalado en una banqueta frente a mi oficina para promocionar telefonía celular y televisión por cable. Quizá a esa estúpida y malísima música que, soez, ha lastimado mis oídos por horas; a ese gangoso locutor que ensalza las bondades de un servicio a berridos; a esas edecanes tercermundistas que reparten burdos panfletos efímeros, destinados al bote de basura más cercano, o lo que es peor, al piso más inminente.

Junto con las bocinas de los autobuses de Qrobus, este tipo de campañas deberían estar prohibidas en una ciudad como la nuestra, pues atentan contra la tranquilidad, la paz, la concordia y el buen gusto. Vulneran también la libre circulación peatonal y alientan la desesperación de quienes no tienen otro remedio que escuchar, hasta el cansancio, “gente bonita de este lugar, acérquense”, “olvídese de su mal servicio de internet”, con un bodrio musical de fondo.

Sí, quizá sea por eso que hoy valoro aún más el silencio. Que anhelo el ronronear del río, la llamada a misa, el parloteo de los pericos, y aquel pregón que, en los alrededores del mercado, marcó mi infancia: “Pescado fresco de Veracruuuuuuz”.