/ domingo 3 de marzo de 2019

Aquí Querétaro

Ahí estuvo siempre, o casi, con su rostro enigmático y su mirada penetrante. Ahí, en uno de los muros de la sacristía, aún antes de que se hiciera famosa, recibiendo, de vez en vez, a sus muchos enamorados que la visitaban tan sólo para verse mirados por ella, tan sólo para contemplarla por intensos minutos.

Uno de esos enamorados, que siempre reconoció su amor sin tapujos, fue Hugo Gutiérrez Vega, quien la consideraba, demasiado optimistamente, su novia. Pero no fue el exrector universitario, desde luego, el único, pues frente a ella, mendigando un giño, se prodigaron los queretanos, preferentemente los artistas, por décadas.

Pero finalmente, ¿quién es, o quién fue, Sor Ana María de San Francisco y Neve? ¿Una novicia de clausura? ¿Una amante condenada a los hábitos por su familia? ¿Un espíritu cautivo que gusta de salir a pasear por corredores interiores y calles exteriores? ¿Una mujer que, con la mirada, nos convida a inventar múltiples y apasionantes historias?

Nada se sabe realmente de ella. Tan sólo que es una pintura al óleo sobre tela, y que ha permanecido ahí, en el recatado muro de la sacristía de Santa Rosa de Viterbo, siendo mirada sin ser vista por múltiples turistas despistados, y admirada por unos cuantos poetas soñadores. Ahí siempre, salvo cuando se escapó a Nueva York, aprovechando aquella majestuosa exposición denominada “Tres Siglos de Esplendor Barroco”, representando a Querétaro y los queretanos.

La versión casi oficial otorga la autoría de su imagen a un pintor anónimo, aunque hay quien asegura que fue pintada, y no firmada, por don José de Páez, un prolífico artista novohispano, alumno de Nicolás Enríquez, que se hizo de fama, por un estilo que semejaba al de don Miguel Cabrera, en México, Perú y España cuando el siglo XVIII vivía sus mejores momentos.

Es el retrato de una joven novicia enfundada en un hábito blanco, que sonríe sin sonreír, que no aparta su enigmática mirada de quien osa buscarle el rostro y de quien sólo se conoce el nombre. Su vida goza del hálito del misterio, pues no se refleja en ningún documento de antaño, ni entre las colegiadas del recinto donde se ubica, ni entre las novicias del Convento de la Purísima Concepción.

Ciudad proclive, como pocas, a la fantasía, la nuestra le ha forjado ya su historia popular: Que si era muchacha de familia pudiente a quien el padre decidió enclaustrar para alejarla de un pretendiente incómodo; que si fue sorprendida en pleno lance amoroso; que si la tristeza la invadió con fuerza; que si esa misma tristeza, incluso, la llevó a quitarse la vida. Y todavía más: Que por las noches se desprende de su discreto cuadro y recorre los pasillos del antiguo colegio de monjas, o incluso las calles mismas del popular barrio de Santa Rosa, donde los vecinos la han visto deambular, como fantasma, en busca de sosiego.

El caso es que Sor Ana María de San Francisco y Neve, con su garbo característico, su blanquísimo hábito, su mano izquierda escondida, su mueca que presagia sonrisa y su intensa y triste mirada, es una de las piezas fundamentales, ¿y cómo no?, del nuevo museo religioso de sitio que recién se ha inaugurado al costado del templo de Santa Rosa de Viterbo. Ahora tendrá un lugar más destacado y podrá echar a volar, con mayor frecuencia, la imaginación de los más curiosos visitantes. Seguirá recibiendo también a sus muchos enamorados, entre los que seguramente se encontrarán los que, como Gutiérrez Vega, están ya en posibilidades de desentrañar el misterio de su vida.

Ahí estuvo siempre, o casi, con su rostro enigmático y su mirada penetrante. Ahí, en uno de los muros de la sacristía, aún antes de que se hiciera famosa, recibiendo, de vez en vez, a sus muchos enamorados que la visitaban tan sólo para verse mirados por ella, tan sólo para contemplarla por intensos minutos.

Uno de esos enamorados, que siempre reconoció su amor sin tapujos, fue Hugo Gutiérrez Vega, quien la consideraba, demasiado optimistamente, su novia. Pero no fue el exrector universitario, desde luego, el único, pues frente a ella, mendigando un giño, se prodigaron los queretanos, preferentemente los artistas, por décadas.

Pero finalmente, ¿quién es, o quién fue, Sor Ana María de San Francisco y Neve? ¿Una novicia de clausura? ¿Una amante condenada a los hábitos por su familia? ¿Un espíritu cautivo que gusta de salir a pasear por corredores interiores y calles exteriores? ¿Una mujer que, con la mirada, nos convida a inventar múltiples y apasionantes historias?

Nada se sabe realmente de ella. Tan sólo que es una pintura al óleo sobre tela, y que ha permanecido ahí, en el recatado muro de la sacristía de Santa Rosa de Viterbo, siendo mirada sin ser vista por múltiples turistas despistados, y admirada por unos cuantos poetas soñadores. Ahí siempre, salvo cuando se escapó a Nueva York, aprovechando aquella majestuosa exposición denominada “Tres Siglos de Esplendor Barroco”, representando a Querétaro y los queretanos.

La versión casi oficial otorga la autoría de su imagen a un pintor anónimo, aunque hay quien asegura que fue pintada, y no firmada, por don José de Páez, un prolífico artista novohispano, alumno de Nicolás Enríquez, que se hizo de fama, por un estilo que semejaba al de don Miguel Cabrera, en México, Perú y España cuando el siglo XVIII vivía sus mejores momentos.

Es el retrato de una joven novicia enfundada en un hábito blanco, que sonríe sin sonreír, que no aparta su enigmática mirada de quien osa buscarle el rostro y de quien sólo se conoce el nombre. Su vida goza del hálito del misterio, pues no se refleja en ningún documento de antaño, ni entre las colegiadas del recinto donde se ubica, ni entre las novicias del Convento de la Purísima Concepción.

Ciudad proclive, como pocas, a la fantasía, la nuestra le ha forjado ya su historia popular: Que si era muchacha de familia pudiente a quien el padre decidió enclaustrar para alejarla de un pretendiente incómodo; que si fue sorprendida en pleno lance amoroso; que si la tristeza la invadió con fuerza; que si esa misma tristeza, incluso, la llevó a quitarse la vida. Y todavía más: Que por las noches se desprende de su discreto cuadro y recorre los pasillos del antiguo colegio de monjas, o incluso las calles mismas del popular barrio de Santa Rosa, donde los vecinos la han visto deambular, como fantasma, en busca de sosiego.

El caso es que Sor Ana María de San Francisco y Neve, con su garbo característico, su blanquísimo hábito, su mano izquierda escondida, su mueca que presagia sonrisa y su intensa y triste mirada, es una de las piezas fundamentales, ¿y cómo no?, del nuevo museo religioso de sitio que recién se ha inaugurado al costado del templo de Santa Rosa de Viterbo. Ahora tendrá un lugar más destacado y podrá echar a volar, con mayor frecuencia, la imaginación de los más curiosos visitantes. Seguirá recibiendo también a sus muchos enamorados, entre los que seguramente se encontrarán los que, como Gutiérrez Vega, están ya en posibilidades de desentrañar el misterio de su vida.