/ domingo 22 de mayo de 2022

Aquí Querétaro

“Adiós, amor mío. No llores, volveré antes que de los sauces caigan las hojas”


Hijo de un obrero anarquista y de una ama de casa, tornero fresador de primer oficio, perito agrícola en otro, padre de tres hijos, rebelde irredento e idealista profesional, nació en el barrio de Pueblo Seco, en Barcelona, hace más de setenta y ocho años. Sobreviviente de un exilio, de un cáncer y de la más infatigable de las censuras; divulgador de los poetas, hijo espiritual del Mediterráneo y protagonista de escándalos, de filias y de fobias.

Serrat, siempre Serrat.

El Serrat de “La,la,la” y el festival de Eurovisión truncado, el de las letras en catalán y los versos de Hernández y Machado, el del exilio mexicano y la condena al franquismo, el de los míticos conciertos con Sabina, con Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos.

Serrat ha llegado a la conclusión de su carrera artística, o a la de una parte de ella: sus presentaciones en directo. A partir del año próximo seguirá componiendo y grabando, pero ya nadie lo verá sobre un escenario, interpretando sus canciones de siempre, y también las nuevas, las de reciente creación. Ni “Mediterráneo”, ni “Titiritero”, ni “Aquellas pequeñas cosas”, ni “La Fiesta”, ni “Lucía”, ni “Penélope”, ni “Cambalache”; ni tampoco aquellas que no canta tanto, pero que a mí, en lo personal, me resultan tan entrañables: “Cuando la muerte pise mi huerto” o “Entre un hola y un adiós”.

El catalán que se enfrentó al régimen franquista por negarse a abandonar sus letras en el idioma paterno, y que lo mismo fue atacado por aquellos que no querían comprender que el castellano era igualmente suyo por parte de madre, zaragozana de nacimiento, se va de los escenarios en un adiós en forma de gira por el mundo hispano con un concierto al que tituló “El vicio de cantar”.

Ese vicio que hace 47 años lo llevó, en un autobús al que apodaron “La Gordita”, a recorrer este México que le abrió sus puertas ante su condena política al régimen de su tierra natal, exiliado sin remedio ante la sinrazón y el extremismo.

Y para despedirse de nuestro país, una serie de conciertos que, recordando esos años y otros muchos de retornos, pareció un tanto raquítica: apenas presentaciones en Puebla, Guadalajara, Monterrey, y dos en la Ciudad de México, con localidades agotadas con mucha anticipación. Un adiós que se quedó corto a la veneración de la que goza entre sus muchísimos incondicionales mexicanos.

Por azares de la vida, me tocó la envidiable suerte de compartir la mesa varias veces con él. Un par de cenas en el Mesón de Santa Rosa y una comida en Josecho, de las que guardo un recuerdo imborrable, como también atesoro alguna otra experiencia no tan gratificante. En esas charlas descubrí su pasión por las carreras de motos y su afición a practicar el golf, interés que a mí me pareció un tanto extraño, dados sus antecedentes políticos y sociales. De entonces es su sentencia, ya comentada alguna vez en estas mismas páginas, que me ha resultado inolvidable: “No todos los que juegan golf son pendejos, pero todos los pendejos juegan golf”.

Seguiremos escuchando su música a través de las muchas grabaciones de su amplísima producción, pero a partir de ahora nos hará falta su presencia, o al menos esa esperanza que abrigábamos de volverlo a ver sobre el escenario, con su sentido del humor, su voz característica cada vez más cansada, y su poesía popular.

No pude ir a verlo al Auditorio Nacional y no saben lo que eso me pesa. No pude llorar en vivo, como tantos otros, su despedida.

Serrat, siempre Serrat.


“Adiós, amor mío. No llores, volveré antes que de los sauces caigan las hojas”


Hijo de un obrero anarquista y de una ama de casa, tornero fresador de primer oficio, perito agrícola en otro, padre de tres hijos, rebelde irredento e idealista profesional, nació en el barrio de Pueblo Seco, en Barcelona, hace más de setenta y ocho años. Sobreviviente de un exilio, de un cáncer y de la más infatigable de las censuras; divulgador de los poetas, hijo espiritual del Mediterráneo y protagonista de escándalos, de filias y de fobias.

Serrat, siempre Serrat.

El Serrat de “La,la,la” y el festival de Eurovisión truncado, el de las letras en catalán y los versos de Hernández y Machado, el del exilio mexicano y la condena al franquismo, el de los míticos conciertos con Sabina, con Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos.

Serrat ha llegado a la conclusión de su carrera artística, o a la de una parte de ella: sus presentaciones en directo. A partir del año próximo seguirá componiendo y grabando, pero ya nadie lo verá sobre un escenario, interpretando sus canciones de siempre, y también las nuevas, las de reciente creación. Ni “Mediterráneo”, ni “Titiritero”, ni “Aquellas pequeñas cosas”, ni “La Fiesta”, ni “Lucía”, ni “Penélope”, ni “Cambalache”; ni tampoco aquellas que no canta tanto, pero que a mí, en lo personal, me resultan tan entrañables: “Cuando la muerte pise mi huerto” o “Entre un hola y un adiós”.

El catalán que se enfrentó al régimen franquista por negarse a abandonar sus letras en el idioma paterno, y que lo mismo fue atacado por aquellos que no querían comprender que el castellano era igualmente suyo por parte de madre, zaragozana de nacimiento, se va de los escenarios en un adiós en forma de gira por el mundo hispano con un concierto al que tituló “El vicio de cantar”.

Ese vicio que hace 47 años lo llevó, en un autobús al que apodaron “La Gordita”, a recorrer este México que le abrió sus puertas ante su condena política al régimen de su tierra natal, exiliado sin remedio ante la sinrazón y el extremismo.

Y para despedirse de nuestro país, una serie de conciertos que, recordando esos años y otros muchos de retornos, pareció un tanto raquítica: apenas presentaciones en Puebla, Guadalajara, Monterrey, y dos en la Ciudad de México, con localidades agotadas con mucha anticipación. Un adiós que se quedó corto a la veneración de la que goza entre sus muchísimos incondicionales mexicanos.

Por azares de la vida, me tocó la envidiable suerte de compartir la mesa varias veces con él. Un par de cenas en el Mesón de Santa Rosa y una comida en Josecho, de las que guardo un recuerdo imborrable, como también atesoro alguna otra experiencia no tan gratificante. En esas charlas descubrí su pasión por las carreras de motos y su afición a practicar el golf, interés que a mí me pareció un tanto extraño, dados sus antecedentes políticos y sociales. De entonces es su sentencia, ya comentada alguna vez en estas mismas páginas, que me ha resultado inolvidable: “No todos los que juegan golf son pendejos, pero todos los pendejos juegan golf”.

Seguiremos escuchando su música a través de las muchas grabaciones de su amplísima producción, pero a partir de ahora nos hará falta su presencia, o al menos esa esperanza que abrigábamos de volverlo a ver sobre el escenario, con su sentido del humor, su voz característica cada vez más cansada, y su poesía popular.

No pude ir a verlo al Auditorio Nacional y no saben lo que eso me pesa. No pude llorar en vivo, como tantos otros, su despedida.

Serrat, siempre Serrat.