por Lucía Villarreal
Salí a comer en familia a un restaurante de comida rápida el fin de semana. A la mesa de junto, llegó a sentarse un grupo de jovencitas universitarias. Me remonté al pasado con eso de andar en grupo, hablar varias al mismo tiempo y reír de todo.
La televisión del local proyectaba videos de “moda” (si se le puede llamar así). En más de una ocasión las escenas eróticas me hicieron sugerirle a la más pequeña: “no veas eso” “no está lindo”. Tanto las imágenes como la letra de las canciones nos hicieron pensar a mi esposo y a mí que hay mujeres que todavía no escucharon el grito en contra de la cosificación de la mujer. Si no, cómo explicar que acepten ser parte de esta narrativa.
Terminamos de comer y salimos al estacionamiento. Las vecinas de mesa venían unos pasos más atrás. En cuanto ellas pisaron la banqueta, una lluvia de gritos y chiflidos se dejó escuchar. Eran los albañiles de la obra en construcción en el predio de junto. Estaban como a cinco pisos del suelo, pero sus “piropos” se escuchaban claramente.
Las chicas no se inmutaron. Conversaban al caminar, se arreglaban el cabello con los dedos, reían y, cuando estuvieron listas, se marcharon sin haber volteado a ver hacia aquella escandalosa “jauría”.
Mi hija de trece quiso saber si aquello era normal y si las chicas debían haber hecho algo diferente a lo que hicieron. También preguntó por qué los hombres harían algo así. Le expliqué que no hacerles caso era lo mejor que ellas podían hacer. Luego la hice reflexionar que no había un peligro real para las universitarias en aquel momento. Pero me pareció oportuno aprovechar la ocasión para hablar con ella del otro acoso, el que no se puede tolerar por el riesgo que implica y que sin duda alguna debe ser denunciado.
Hace tiempo que no presenciaba una escena parecida a la del fin de semana. Confieso que afortunadamente ya no recibo ese tipo de “piropos”, en parte porque ya no tengo veinte, en parte porque a diferencia de aquella época, ahora tengo auto y no ando tanto a pie como solía hacerlo.
Curiosamente, la última vez que viví algo semejante fue en Brasil. Andando sola tuve que pasar por enfrente de un grupo de hombres aglutinados alrededor de un carro. En cuanto crucé por frente de ellos, comenzaron a chiflarme. Mi reacción fue la misma que hubiera tenido en México: no voltear hacia atrás y seguir mi camino. Pero en ese momento recordé que recién llegada a Brasil, entre las diferencias culturales, me habían dicho que los brasileños no tenían ese mal hábito de los mexicanos. Fue por eso que decidí voltear hacia donde estaban ellos y encararlos. Vaya sorpresa que me llevé al darme cuenta de que los chiflidos eran para avisarme que había tirado algo en el estacionamiento. Seguramente pasé tan nerviosa por ahí que ni me di cuenta de que una de las bolsas que cargaba se me había caído.
Twitter: @lucyvillarreala