/ miércoles 29 de enero de 2020

Sólo para villamelones

Si hay algo que agradecer a Antonio Ferrera es que nos ha sacado de ese marasmo, de ese cotidiano aburrimiento, para ponernos a discutir sobre las virtudes y los vicios de su tauromaquia. Hay que agradecerle que, independientemente de si nos gusta o no su toreo, nos ha dado motivos para la discusión y la reflexión.

La tarde del domingo anterior, en la Monumental México, Ferrera cuajó una faena distinta, personalísima a pesar de las alusiones al Pana, a Morante y hasta a Curro Rivera, donde la emotividad, más allá de cualquier otra cosa, llevó el protagonismo. No había materia prima para el espectáculo, pero el torero se metió entre los pitones y logró lo que parecía imposible: calentar el ambiente y entusiasmar a la parroquia.

Es el de Ferrera un toreo que, me parece, ha tomado un sesgo melodramático tras su paso por México; un toreo que, entre tandas de muletazos y a veces en ellas mismas, parece más bien una puesta en escena que la lidia de un toro, aunque, quizá, toda lidia lleve, necesariamente, un montaje teatral.

Entusiasmó a muchos el que sacara un capote que había pertenecido a Rodolfo Rodríguez, que interpretara suertes capoteras del de Apizaco, que rematara con medias al estilo Morante, o que se acercara al burel con movimientos de muleta que hicieron recordar al potosino Rivera, aunque éste citaba y Ferrera simplemente adornaba. También recuerda a Curro, y ya desde tiempo atrás, con sus posturas poco verticales al momento de ejecutar los redondos (“como si comiera tacos y temiera mancharse con la salsa”, diría don Carlos León, en su momento, del muleteo del de San Luis Potosí).

Y digo, sí, que el torero de Ferrera es melodramático porque en él se acentúa el sentimentalismo (sobre todo cuando no está en la cara del toro), se apuesta por el suspenso y los equívocos están muy bien calculados de antemano; en él se da énfasis a las formas suigéneris para impresionar, y se desdeña un tanto la técnica y la pureza, para destacar en lo diferente.

La estocada, eso sí, fue perfecta en el resultado (digna de un apéndice por ella misma), pero precedida de una carrerita arrancada de largo y una ejecución escondida entre el volapié, el recibir o el encontrarse al toro a un tiempo. Diferente, pues. Totalmente diferente, para bien o para mal.

Y como esto del toreo es de gustos, tendré que decir que a mí la tauromaquia de Ferrera (al menos la que ha venido emergiendo de sus temporadas americanas) no me gusta. Me parece que le falta profundidad y verdad, y que le sobran sus barrocas formas. Pero eso es, simplemente, un sentir personal, muy alejado de lo que piensan aquellos que, con todo derecho, se emocionan y conmueven con su toreo.

Y aunque El Pana será siempre inimitable, las medias de Morante no podrán compararse, y los cites sicodélicos de Curro Rivera eran otra cosa, lo importante es que Antonio Ferrera nos ha vuelto a motivar a hablar de toros y de su peculiar forma de interpretar el toreo, a favor o en contra, y eso no es poca cosa.

Si hay algo que agradecer a Antonio Ferrera es que nos ha sacado de ese marasmo, de ese cotidiano aburrimiento, para ponernos a discutir sobre las virtudes y los vicios de su tauromaquia. Hay que agradecerle que, independientemente de si nos gusta o no su toreo, nos ha dado motivos para la discusión y la reflexión.

La tarde del domingo anterior, en la Monumental México, Ferrera cuajó una faena distinta, personalísima a pesar de las alusiones al Pana, a Morante y hasta a Curro Rivera, donde la emotividad, más allá de cualquier otra cosa, llevó el protagonismo. No había materia prima para el espectáculo, pero el torero se metió entre los pitones y logró lo que parecía imposible: calentar el ambiente y entusiasmar a la parroquia.

Es el de Ferrera un toreo que, me parece, ha tomado un sesgo melodramático tras su paso por México; un toreo que, entre tandas de muletazos y a veces en ellas mismas, parece más bien una puesta en escena que la lidia de un toro, aunque, quizá, toda lidia lleve, necesariamente, un montaje teatral.

Entusiasmó a muchos el que sacara un capote que había pertenecido a Rodolfo Rodríguez, que interpretara suertes capoteras del de Apizaco, que rematara con medias al estilo Morante, o que se acercara al burel con movimientos de muleta que hicieron recordar al potosino Rivera, aunque éste citaba y Ferrera simplemente adornaba. También recuerda a Curro, y ya desde tiempo atrás, con sus posturas poco verticales al momento de ejecutar los redondos (“como si comiera tacos y temiera mancharse con la salsa”, diría don Carlos León, en su momento, del muleteo del de San Luis Potosí).

Y digo, sí, que el torero de Ferrera es melodramático porque en él se acentúa el sentimentalismo (sobre todo cuando no está en la cara del toro), se apuesta por el suspenso y los equívocos están muy bien calculados de antemano; en él se da énfasis a las formas suigéneris para impresionar, y se desdeña un tanto la técnica y la pureza, para destacar en lo diferente.

La estocada, eso sí, fue perfecta en el resultado (digna de un apéndice por ella misma), pero precedida de una carrerita arrancada de largo y una ejecución escondida entre el volapié, el recibir o el encontrarse al toro a un tiempo. Diferente, pues. Totalmente diferente, para bien o para mal.

Y como esto del toreo es de gustos, tendré que decir que a mí la tauromaquia de Ferrera (al menos la que ha venido emergiendo de sus temporadas americanas) no me gusta. Me parece que le falta profundidad y verdad, y que le sobran sus barrocas formas. Pero eso es, simplemente, un sentir personal, muy alejado de lo que piensan aquellos que, con todo derecho, se emocionan y conmueven con su toreo.

Y aunque El Pana será siempre inimitable, las medias de Morante no podrán compararse, y los cites sicodélicos de Curro Rivera eran otra cosa, lo importante es que Antonio Ferrera nos ha vuelto a motivar a hablar de toros y de su peculiar forma de interpretar el toreo, a favor o en contra, y eso no es poca cosa.