/ miércoles 20 de diciembre de 2017

Sólo para villamelones

Circulan por la red algunas espléndidas fotografías de la labor de José Tomás el pasado 12 de diciembre sobre la arena de la Plaza México. Ellas, por sí solas, más allá de los videos sin autorización que también circulan con profusión, serían suficientes para hablar de lo realizado por el maestro de Galapagar en su esperada y controvertida reaparición en los ruedos. Imágenes que en sí mismas pueden considerarse casi un poema.

Los pies bien plantados en la arena, arriesgando el físico, con la pierna adelantada, cargando la suerte, con el cuerpo acompañando la embestida al ritmo de su muñeca y el pitón del toro rozando los vuelos de la muleta. Muletazos, sobre todo en la suerte natural, marcados por la verdad, la profundidad y el temple.

Mucho se puede hablar de lo que José Tomás representa para la Fiesta de los Toros en estos tiempos que vivimos; mucho hablar de sus ausencias y las exigencias que interfieren con las posibilidades de buena cantidad de aficionados, para quienes un boleto de reventa, en los precios que se presentan cuando el madrileño torea, resulta simplemente imposible. Mucho, en fin, se puede criticar a Tomás, y sobrarán voces que lo hagan, incluida, seguramente, la mía; pero nadie puede poner en duda, con argumentos sólidos, que estamos en presencia de un torero de época, de uno de esos que se cocerán siempre aparte.

La del pasado 12, fue una de esas faenas que describen a la perfección lo que José Tomás es, lo que representa para la Fiesta, y lo que ésta es en esencia. Una oportunidad invaluable, aunque sólo se haya visto a través de un video clandestino desde el tendido, de regresar a disfrutar del arte auténtico, el de olor a cloroformo y emoción en las entrañas; el toreo que obliga a olvidar todo lo demás que pudiese haber acontecido.

Ver a Tomás ante el toro de Jaral de Peñas la tarde de ese día guadalupano es uno de esos privilegios que contaremos, siempre con emoción, a nuestra descendencia. Es reencontrarse con el toreo esencial, ese que expone con verdad y se acomoda en un alma sensible. Es volver a creer que el arte de la Tauromaquia sigue vivo a pesar de todo. Es, de alguna manera, volver a nacer como aficionados.

De lo demás de esa guadalupana tarde, con todo respeto, es difícil acordarse, porque Tomás abrió, con algunas gaoneras y muletazos, el frasco de esas esencias por las que un día decidimos ser taurinos.

Circulan por la red algunas espléndidas fotografías de la labor de José Tomás el pasado 12 de diciembre sobre la arena de la Plaza México. Ellas, por sí solas, más allá de los videos sin autorización que también circulan con profusión, serían suficientes para hablar de lo realizado por el maestro de Galapagar en su esperada y controvertida reaparición en los ruedos. Imágenes que en sí mismas pueden considerarse casi un poema.

Los pies bien plantados en la arena, arriesgando el físico, con la pierna adelantada, cargando la suerte, con el cuerpo acompañando la embestida al ritmo de su muñeca y el pitón del toro rozando los vuelos de la muleta. Muletazos, sobre todo en la suerte natural, marcados por la verdad, la profundidad y el temple.

Mucho se puede hablar de lo que José Tomás representa para la Fiesta de los Toros en estos tiempos que vivimos; mucho hablar de sus ausencias y las exigencias que interfieren con las posibilidades de buena cantidad de aficionados, para quienes un boleto de reventa, en los precios que se presentan cuando el madrileño torea, resulta simplemente imposible. Mucho, en fin, se puede criticar a Tomás, y sobrarán voces que lo hagan, incluida, seguramente, la mía; pero nadie puede poner en duda, con argumentos sólidos, que estamos en presencia de un torero de época, de uno de esos que se cocerán siempre aparte.

La del pasado 12, fue una de esas faenas que describen a la perfección lo que José Tomás es, lo que representa para la Fiesta, y lo que ésta es en esencia. Una oportunidad invaluable, aunque sólo se haya visto a través de un video clandestino desde el tendido, de regresar a disfrutar del arte auténtico, el de olor a cloroformo y emoción en las entrañas; el toreo que obliga a olvidar todo lo demás que pudiese haber acontecido.

Ver a Tomás ante el toro de Jaral de Peñas la tarde de ese día guadalupano es uno de esos privilegios que contaremos, siempre con emoción, a nuestra descendencia. Es reencontrarse con el toreo esencial, ese que expone con verdad y se acomoda en un alma sensible. Es volver a creer que el arte de la Tauromaquia sigue vivo a pesar de todo. Es, de alguna manera, volver a nacer como aficionados.

De lo demás de esa guadalupana tarde, con todo respeto, es difícil acordarse, porque Tomás abrió, con algunas gaoneras y muletazos, el frasco de esas esencias por las que un día decidimos ser taurinos.