/ martes 27 de febrero de 2018

Grandes Capitales, pasos solitarios

por Guadalupe Mendoza Alcocer

 

 

Recuerdo cuando era niña, tenía cuatro hermanas mayores que yo, el desayuno debía estar listo a las seis y media de la mañana para llegar a tiempo al colegio. Mis hermanas entraban a las siete, yo a las ocho pero unos minutos después que ellas salieran de camino al colegio salía yo, apenas se escuchaba el segundo golpe del cerrojo. Yo con la mochila en la espalda subía la cuesta de la alcantarilla, pasaba frente al Ex Colegio Jesuita, a la Basílica, al azahar escogía otras callecillas para recorrerlas antes de que dieran las ocho. Así me aprendí puerta por puerta, ventana por ventana, reconocí la cantera, la piedra, el adobe, los canes de los aleros de teja, cuáles eran nuevos y cuales remendados. En mi memoria resuenan mis pasos solitarios que en mi oído se escuchan como notas musicales.

Los años pasaron y una a una de mis hermanas se fue a estudiar lejos, papá decía que prefería extrañarnos, a ver a sus hijas casada con el primero que les llevara serenata, mamá solo respondía con sus lágrimas. Así me fui yo también, no tan lejos, a Guanajuato. Papá que no había sido ciego a mis solitarias  caminatas matutinas intuyó mi vocación para la Arquitectura.

Los años de Universidad se fueron volando creo que los disfruté al máximo: exámenes, repentinas, proyectos, pachangas, pero por encima de todo, las visitas de obra,  las visitas a las obras históricas y los viajes de estudios. Desde el primer viaje al DF hoy CDMX, eché a andar mi hábito de madrugadora solitaria, estar ahí sola, dos horas antes que mis compañeros estuvieran listos me proporcionaba una visita con calma, llegar con tiempo a la Catedral: sus fachadas, sus retablos, el churrigueresco Sagrario Metropolitano. Otro día, también de mañanita caminar por Bellas Artes, el Palacio de Minería, el Munal y el Caballito de Carlos IV del valenciano Manuel Tolsá.

En otros viajes pasé de la austera y señorial Catedral de Angelópolis (Puebla) y sus calles rectas, al trazo Indígena- Español Queretano, que lo hace sui generis. Me adentré al barrio indígena de San Francisquito con su cielo de banderitas blancas y azul para celebrar a su patrona, la “Divina Pastora” y a la Sanjuanita. San Francisquito, barrio conchero de danzantes, tiene profundas ligas entre sus habitantes, como me lo hizo notar Don Margarito Aguilar cuando tuve la oportunidad de platicar con el, heredero de Don Atilano quien iniciara en el siglo XIX la Danza Conchera para venerar a la Santa Cruz de los Milagros.

La vida estudiantil dejó paso al trabajo profesional con aires lúdicos, el jefe se desvelaba al parejo que nosotros, se hablaba del “Diseño Participativo”, éramos un buen equipo. Los resultados no tardaron en llegar: el rescaté de zonas paupérrimas pasó del papel a los lotes, las vialidades, recuperando sobre todo el sentido de identidad y el tejido social. Habíamos trabajado tres años continuos, la remuneración era buena, habíamos ahorrado. Teníamos frente a nosotros seis semanas libres para cargar baterías. Un equipo de cinco compañeros decidimos visitar el “viejo mundo” y sus Grandes Capitales. Nosotros nos conocíamos bien. Ellos bromeaban sobre la “caminadora solitaria” solo se me pidió traer el celular a la mano. El viaje inició en Berlín, largas horas de viaje trasatlántico, todos dormían, cerré cuidadosamente la puerta del cuarto, mi corazón latía a medida que el bus se acercaba a la antigua Casa del Parlamento, la Restauración del Reichstaj en Berlín dirigida por el inglés Norman Foster unía el pasado con el futuro y hablaba de esperanza para el pueblo alemán, ahí estaban mis pasos para registrarlo.

Dedicado a mis alumnos de Historia III

Faacebook: Guadalupe Mendoza Alcocer

E mail guayus@hotmail.com

por Guadalupe Mendoza Alcocer

 

 

Recuerdo cuando era niña, tenía cuatro hermanas mayores que yo, el desayuno debía estar listo a las seis y media de la mañana para llegar a tiempo al colegio. Mis hermanas entraban a las siete, yo a las ocho pero unos minutos después que ellas salieran de camino al colegio salía yo, apenas se escuchaba el segundo golpe del cerrojo. Yo con la mochila en la espalda subía la cuesta de la alcantarilla, pasaba frente al Ex Colegio Jesuita, a la Basílica, al azahar escogía otras callecillas para recorrerlas antes de que dieran las ocho. Así me aprendí puerta por puerta, ventana por ventana, reconocí la cantera, la piedra, el adobe, los canes de los aleros de teja, cuáles eran nuevos y cuales remendados. En mi memoria resuenan mis pasos solitarios que en mi oído se escuchan como notas musicales.

Los años pasaron y una a una de mis hermanas se fue a estudiar lejos, papá decía que prefería extrañarnos, a ver a sus hijas casada con el primero que les llevara serenata, mamá solo respondía con sus lágrimas. Así me fui yo también, no tan lejos, a Guanajuato. Papá que no había sido ciego a mis solitarias  caminatas matutinas intuyó mi vocación para la Arquitectura.

Los años de Universidad se fueron volando creo que los disfruté al máximo: exámenes, repentinas, proyectos, pachangas, pero por encima de todo, las visitas de obra,  las visitas a las obras históricas y los viajes de estudios. Desde el primer viaje al DF hoy CDMX, eché a andar mi hábito de madrugadora solitaria, estar ahí sola, dos horas antes que mis compañeros estuvieran listos me proporcionaba una visita con calma, llegar con tiempo a la Catedral: sus fachadas, sus retablos, el churrigueresco Sagrario Metropolitano. Otro día, también de mañanita caminar por Bellas Artes, el Palacio de Minería, el Munal y el Caballito de Carlos IV del valenciano Manuel Tolsá.

En otros viajes pasé de la austera y señorial Catedral de Angelópolis (Puebla) y sus calles rectas, al trazo Indígena- Español Queretano, que lo hace sui generis. Me adentré al barrio indígena de San Francisquito con su cielo de banderitas blancas y azul para celebrar a su patrona, la “Divina Pastora” y a la Sanjuanita. San Francisquito, barrio conchero de danzantes, tiene profundas ligas entre sus habitantes, como me lo hizo notar Don Margarito Aguilar cuando tuve la oportunidad de platicar con el, heredero de Don Atilano quien iniciara en el siglo XIX la Danza Conchera para venerar a la Santa Cruz de los Milagros.

La vida estudiantil dejó paso al trabajo profesional con aires lúdicos, el jefe se desvelaba al parejo que nosotros, se hablaba del “Diseño Participativo”, éramos un buen equipo. Los resultados no tardaron en llegar: el rescaté de zonas paupérrimas pasó del papel a los lotes, las vialidades, recuperando sobre todo el sentido de identidad y el tejido social. Habíamos trabajado tres años continuos, la remuneración era buena, habíamos ahorrado. Teníamos frente a nosotros seis semanas libres para cargar baterías. Un equipo de cinco compañeros decidimos visitar el “viejo mundo” y sus Grandes Capitales. Nosotros nos conocíamos bien. Ellos bromeaban sobre la “caminadora solitaria” solo se me pidió traer el celular a la mano. El viaje inició en Berlín, largas horas de viaje trasatlántico, todos dormían, cerré cuidadosamente la puerta del cuarto, mi corazón latía a medida que el bus se acercaba a la antigua Casa del Parlamento, la Restauración del Reichstaj en Berlín dirigida por el inglés Norman Foster unía el pasado con el futuro y hablaba de esperanza para el pueblo alemán, ahí estaban mis pasos para registrarlo.

Dedicado a mis alumnos de Historia III

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